Comentario sobre El arado
Aunque había nacido en Azul, en la provincia de Buenos Aires, Martín Malharro se trasladó a Buenos Aires a los catorce años, para comenzar sus estudios de arte. A comienzos de los años ochenta asistió a los cursos nocturnos de la Academia de la Sociedad Estímulo de Bellas Artes, como alumno de las clases de dibujo y pintura de Francisco Romero. A esta primera trayectoria, que marcó su independencia familiar, se unirán otras, pues su labor como pintor no puede disociarse de su interés por viajar. En esta etapa de formación recorrió diferentes paisajes, y los pintó al aire libre: el vasto horizonte de la llanura bonaerense, que representó en diversas acuarelas, y geografías distantes como Córdoba y Rosario primero, donde llegó en busca de motivos, y Punta Arenas y Tierra del Fuego después, lugares que marcaron su interés por el paisaje marino.
Sin becas ni ayuda de ninguna clase, en marzo de 1895 viajó a Europa tras las claves del arte moderno, que encontró en Francia. Una carta que escribió ese año, apenas llegado a París dirigida a Eduardo Schiaffino, primer director del Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA), así lo confirma: “Pienso que la pintura francesa triunfa y se impone hoy por una superioridad que se constata sin gran trabajo ejerciendo una influencia seria en el arte contemporáneo”. Acordaban en este punto ya que Schiaffino, también pintor como Malharro, consideraba que el arte moderno descollaba entre los artistas franceses.
Tras un breve paso por la academia francesa, los siguientes años prefirió formarse por su cuenta, teniendo como medio de vida su actividad como ilustrador. Aunque son escasos los documentos sobre su período en Francia (retornó a Buenos Aires en noviembre de 1901), sus pinturas de paisajes develan un recorrido por diferentes territorios, retomando su interés por viajar y pintar al aire libre, en contacto con la naturaleza. Trabajó en París, pero en algunas temporadas se alejó de la ciudad –aunque a zonas poco distantes, a las que podía llegar en tren- en busca de poblados detenidos en el tiempo, una llamada que también sintieron otros artistas contemporáneos como Camille Pissarro, Charles-François Daubigny, o Claude Monet. Superpuso su geografía a la de ellos, recorrió y pintó al aire libre en Saint-Denis, Bois de Boulogne, Auvers-sur-Oise, Chaponval, Gennevilliers, Garches y Meudon, a diferentes momentos del día y en distintas estaciones del año.
El arado (1901) está entre las piezas que dan cuenta de este recorrido. Pintó esta obra en Auvers-sur-Oise, una localidad que frecuentó numerosas veces. Cerca de París (distaba 26 kilómetros), se podía llegar en las nuevas líneas ferroviarias tras una hora de viaje, y era una zona de campos cultivados, casas con techos de paja dispersas entre viñedos y jardines, y un fértil valle al borde del Oise. El pequeño poblado además ejercía cierta fascinación entre los pintores ya que allí había pasado sus últimos días Vincent van Gogh, dejando numerosos paisajes del lugar, y seguía en pie el taller de Dauvigny, uno de los maestros de la Escuela de Barbizon, estudio frecuentado también por otro artista de esta corriente, Jean-Baptiste Corot. Además, Pissarro y Paul Cézanne habían pasado tiempo en Auvers para pintar ahí motivos rurales. Malharro realizó numerosas vistas en esta zona, donde experimentó con el color y la luz, en algunos casos acercándose a la técnica impresionista, y en otros con un mayor grado de subjetividad. En
El arado puede verse su interés por el color, que descompuso en pequeñas y vibrantes pinceladas, y por el estudio de la luz en las primeras horas del día -la obra se llamaba originalmente
Mañana de Auvers.Ya en Buenos Aires expuso las acuarelas y los óleos pintados en Francia en la galería Witcomb, en abril de 1902, con fuerte repercusión de la prensa y el público, y gran éxito de ventas. Se trataba de un conjunto de pinturas que ligaban diferentes lenguajes plásticos, con un uso innovador del color, que no refería sólo a impresiones sensoriales sino también a una interpretación poética y expresiva de la realidad, con gran libertad de ejecución. Schiaffino supo ver el grado de modernidad de esta producción, y adquirió para el MNBA dos de las piezas exhibidas, una de ellas
El arado que expuso poco después en la sala de paisajes del Bon Marché, donde el museo funcionaba por entonces.
por Paola Melgarejo
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