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MUSEO/CINE/ARTE 3: El cine en el cine

Recomendamos una selección de películas clásicas que giran alrededor de cuatro temas recurrentes en la gran pantalla.

El Museo Nacional de Bellas Artes presenta en junio “MUSEO/CINE/ARTE 3”, una selección de películas y cortometrajes –que pueden encontrarse en diversas plataformas–, recomendados por Leonardo D’Espósito, curador de cine del Bellas Artes.

Dice D’Espósito sobre este tercer ciclo: “Este mes, presentaremos filmes que giran alrededor de algunos temas muy recurrentes en el cine y que, si bien fueron tratados en otras artes, resultan especialmente frecuentes, casi propios de la gran pantalla. Tienen relación con el desarrollo del arte cinematográfico y, veremos en cada núcleo, con las circunstancias históricas en los que fueron creándose formas del cine. Estos temas (no los únicos, pero sí con un volumen importante de producción en todas las cinematografías) son la visita del extraño que cambia el mundo y desaparece; la tensión entre la vocación y la vida en sociedad; el viaje como modo de transformación; y el cine mismo y su lugar en el mundo. Aunque hay muchos más títulos que los presentados en estas series, nos restringimos a aquellos a los que se puede acceder con sencillez y legalmente a partir de los servicios digitales disponibles en la Argentina”.

El cine en el cine

El arte es el gran tema del arte. Suena trivial y repetido, pero es, también, cierto. El gran tema del arte es su propia existencia, la pregunta por su necesidad. El cine, desde muy temprano y probablemente por su éxito mundial casi inmediato, se pregunta por su existencia y por su forma. Las respuestas son múltiples, a veces solo metafóricas (no hay mejor descripción de la condición del espectador ante la vida ajena que supone una película que “La ventana indiscreta”, de Hitchcock –disponible, dicho sea de paso, en HBO Go y Qubit.TV–). Otras, mucho más teóricas, incluso si son frontales.

La selección que presentamos aquí, además de respetar la posibilidad de que el usuario acceda legalmente a ellas (comentario al margen: es notable la escasez de filmes clásicos o centrales en Internet de acceso legal), implica diferentes teorías sobre el sentido del cine a través de su hacer y –como diría el crítico Ángel Faretta– su concepto. Por supuesto, hay de todo tono y forma, desde la comicidad desaforada hasta el melodrama amargo, desde la acción sin pausas hasta el experimento documental. Esa variedad de tonos, infinita, es el cine.

Leonardo D’Espósito

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El cameraman

EE. UU., 1928

Dirección: Edward Sedgwick y Buster Keaton

Buster Keaton es un genio cuyo peso en la historia del cine todavía no ha sido del todo establecido, aunque forma parte del canon. Fue el primero en comprender todos los mecanismos de la puesta en escena de un modo reflexivo (y no como “descubrimiento”, como sucede en el caso de otros genios de los primeros tiempos, por caso Griffith, Chaplin o Ford), incluso antes que el gran teórico Sergei Eisenstein. Es decir: en el cine de Keaton, cada elemento que vemos –incluyendo los muchas veces sardónicos intertítulos, notablemente pocos en sus películas– cumple una función específica. No hay adornos, no hay nada extra: lo que está es lo que debe estar.

Keaton tiene dos filmes sobre el cine. El primero es “Sherlock Jr”., donde Buster, pobre proyectorista de un cine, enamorado y acusado de una falta que no ha cometido, se “mete” en un sueño en una película y se transforma en su héroe (esta joya surreal y romántica está disponible en Qubit.TV). Pero “El cameraman”, codirigida con su habitual socio Edward Sedgwick, es mucho más teórica. Buster es un fotógrafo de calle que ve su empleo peligrar por la llegada de las cámaras cinematográficas. Busca trabajo como cameraman para un noticiero fílmico y, de paso, se enamora, y consigue, como cada vez que se enamora, un rival por el cariño de la chica. Nuestro héroe aprende el cine y nos enseña qué implica a medida que va desarrollándose la película, aunque irónicamente será un mono poco entrenado quien logre las imágenes que le otorgan el éxito. La secuencia en la que llega tarde a un partido de baseball y decide “filmarlo” igual jugando en todos los puestos es una joya reflexiva: no vemos lo que filma, sino cómo, y así nos muestra de qué modo imágenes absurdas, risibles, tontas, se vuelven, por obra y gracia de la manipulación portadoras de emociones, más grandes que la vida. El cameraman –como casi todos los largos de Keaton– es una obra maestra.

*Disponible en YouTube.

El hombre de la cámara

Rusia, 1929

Dirección: Dziga Vertov

El término “deconstruir” no formaba parte del vocabulario de nadie en 1929, aunque bien podría haberlo pronunciado Buster Keaton. Existía, sí, el constructivismo ruso, esa vanguardia estética que quería mostrar el futuro a través de la inexistencia de artificios y subrayaba la electricidad, la velocidad y la vida urbana. Un arte que, además, mostraba no solo el artefacto, sino el proceso de su construcción. El famoso y jamás construido Monumento a la Tercera Internacional, con sus espirales y sus giros a diferentes velocidades, fue un ejemplo claro; y “El hombre de la cámara”, la película más célebre del revolucionario estético y radical Dziga Vertov, otro.

La película carece de sonido, de intertítulos, de guión. Está protagonizada no por “el hombre de la cámara”, sino por la cámara misma, que aparece en varios momentos del filme y se transforma incluso en personaje de un segmento en animación cuadro a cuadro cerca del final. Todo en el filme es manipulación ostensible, todo se muestra de manera a veces simbólica (el “montaje de atracciones” que propugnaba Eisenstein no era del todo ajeno a los métodos de Vertov, incluso cuando ambos cineastas aparecen como “opuestos” en ciertos textos más o menos académicos), a veces directamente surrealista. Después de todo, el surrealismo se reivindicaba como materialista y marxista, implicaba generar un arte que pudiera dar cuenta incluso de los sueños y los pensamientos más abstractos, traducirlos a lo concreto. El fin de Vertov es el mismo: traducir sus propias ideas respecto de cómo debía ser la sociedad y su espacio futuro en imágenes totalmente concretas. El resultado es, así, menos misterioso que vertiginoso, y permite ver cómo se pensó desde la contemporaneidad más carnal el siglo XX de máquinas y electricidad. Es raro, pero si se lo piensa, “El hombre de la cámara” no es ajeno a los futuristas italianos de Marinetti y compañía. Para Vertov, en última instancia, el cine tenía que transformarse en una mirada material y más allá de su propio tiempo.

*Disponible en YouTube.

Sunset Boulevard

EE. UU., 1950

Dirección: Billy Wilder

Pocas películas son más reflexivas sobre el fenómeno cinematográfico que “Sunset Boulevard” (o “El ocaso de una vida”, según estreno en la Argentina). Tenemos una diva del cine mudo retirada, una tal Norma Desmond, que sigue siendo grande porque “son las películas las que empequeñecieron”. Tenemos a un guionista en la mala, Joe Gillis, accidentalmente devenido gigoló de esta mujer. Tenemos al mayordomo de Norma, un hombre que la cuida y la sigue en cada desvarío. Ese mayordomo está interpretado por el gran director maldito del cine mudo, Erich von Stroheim, que dirigió a Gloria Swanson, la actriz que interpreta a Norma Desmond, en una película llamada “La reina Kelly”, mutilada como casi todo lo que hizo Von Stroheim, de la que vemos fragmentos –es el filme que una y otra vez se hace proyectar Norma–. Tenemos una casa gigantesca que es un mausoleo absoluto. Hay otros seres fantasmales: Buster Keaton tomando el té, la periodista Hedda Hopper –una de las grandes “chismosas” de Hollywood–, o Cecil B.

DeMille, quien aún era un nombre en la Meca. Norma quiere volver; Joe, huir.

Todo tiene el ambiente de una pesadilla porque lo es: no se trata de otra cosa más que del relato de un cadáver. El cine es –lo sabemos desde André Bazin– el intento de ganarle al paso del tiempo y superar la muerte. Pues bien, antes de que el gran crítico francés escribiera al respecto (y decretara que es un sueño inútil), Billy Wilder negaba la posibilidad de volver atrás y mostraba (demostraba) que ni siquiera el cine es capaz de revertir la marea del tiempo, incluso si –como mecanismo irónico– el relato del muerto vence, de modo sarcástico, a la muerte. Réquiem del cine total que implicó la ausencia de diálogos, apertura hacia una modernidad que descreería del artificio, “Sunset Boulevard” es una broma cruel, una lápida esculpida con excelente gusto.

*Disponible bajo suscripción en Qubit.TV.

Cantando bajo la lluvia

EE. UU., 1952
Dirección: Stanley Donen y Gene Kelly

Claro que el final del cine mudo puede contarse, también, de otra manera. Lo más brillante de “Cantando bajo la lluvia”–que narra ese momento bisagra en el que las aventuras fantásticas del movimiento constante creadas cuando el sonido era utopía tuvieron que adaptarse al diálogo y la música– es que nunca cae en el melodrama. Todo es humor, todo es vértigo y todos los problemas que implica una revolución tecnológica están tratados desde la ironía más rampante. No es todo: hay varios elementos que transforman a este filme en algo curioso y único. Por ejemplo, y aunque lo use con brillo, la idea de que el diálogo “detuvo” el movimiento en las películas, lo que en principio suena paradójico, ya que el cine es movimiento. Por ejemplo, que el cine puede ser un arte musical en un sentido mucho más amplio que el solo acompañamiento de una partitura. La combinación de velocidades, de movimientos, de colores que la película dispone (en ese sentido, es clave el trabajo de Gene Kelly, que se encargó sobre todo de las coreografías) se trata como temas en una partitura visual. Es, en ese sentido, una película experimental, que incluye, además, una película diferente dentro de la película que vemos (el enorme cuadro sobre el joven que quiere triunfar en el espectáculo, un sueño de artificialidad ostensible donde brilla la presencia de Cyd Charisse, la mejor bailarina que tuvo el cine).

Hay, además, una curiosidad que le otorga un segundo grado a todo. En la película, la “heroína romántica” que interpreta Jean Hagen tiene un problema: una voz de pito imposible. El personaje de Debbie Reynolds es verdaderamente quien canta y habla por ella. Pero en la vida real, Debbie Reynolds era una buena bailarina, gran showwoman y no demasiado buena cantante. Por lo tanto, cuando cantaba, su voz era la de… Jean Hagen, que en realidad tenía una voz extraordinaria. La vida provee al cine de cine.

*Disponible bajo suscripción en Qubit.TV.

La última película

EE. UU., 1971

Dirección: Peter Bogdanovich

La generación cinematográfica americana de los años setenta, esos directores que redoraron los blasones de Hollywood cuando Hollywood parecía encaminarse a la nada, fueron también los primeros en educarse en escuelas de cine y no directamente en la industria, como los maestros que los precedieron. No solo eso: comprendieron desde el inicio el concepto de “autor” y fueron ampliamente influidos tanto por los textos de los críticos franceses como por la Nouvelle Vague, dos fenómenos contiguos. Peter Bogdanovich –junto con su coetáneo Paul Schrader– era, además, crítico e investigador cinematográfico. Su segundo largometraje, después del autorreflexivo “Míralos morir”, es una perfecta combinación de los hallazgos de la Nouvelle Vague con los modos del Hollywood clásico.

La película, coral, narra la vida de un grupo de jóvenes en un pueblito perdido de Texas, Abilene. La vida de estos muchachos –un elenco impresionante que incluía a los muy jóvenes Jeff Bridges, Randy Quaid, Timothy Bottoms y a una debutante Cybill Sheperd– gira alrededor de pocas cosas: un partido de fútbol, un bar de mala muerte y, sobre todo, el cine, cuyo destino es el de ese mismo pueblo, esa misma generación de fines de los cincuenta, que será convertida en polvo (aunque no: Bogdanovich filmó treinta años después “Texasville”, una secuela donde el tono elegíaco de “La última…” se transforma en pura ironía, pura acidez, también una obra maestra). La película también gira alrededor de un personaje, Sam “The Lion”, el viejo cowboy, el representante de una tradición, el mentor de los muchachos, interpretado por Ben Johnson, es decir, por una embajada del clan que rodeó siempre a John Ford. Su muerte es la muerte de una forma de hacer cine también. Bogdanovich comprende cada herramienta, y hay un momento brillante en el que combina el realismo francés con el artificio de Hollywood. El adolescente Sonny Crawford (Timothy Bottoms) ayuda a sacar la basura a una mujer mayor (Cloris Leachman). La cámara los muestra a ambos y a la lata de basura. Pero luego se mueve un poco hacia arriba, y el encuadre es puro Hollywood fantástico: se besan. La cámara vuelve a la posición original mientras ambos, hablando de otra cosa, se recomponen. Esa reflexión sobre cómo se usa una cámara, y cómo un movimiento, un encuadre mínimo, transforma la realidad en sueño, muestra el arte de este director con muchas ideas y, desgraciadamente, poca suerte.

*Disponible bajo suscripción en HBO Go.

Vampir-Cuadecuc

España, 1971

Dirección: Pere Portabella

No deben de haber existido dos realizadores más opuestos que Jesús Franco y Pere Portabella. El prolífico artesano de cine de explotación, terror, erotismo y violencia donde le pagaran, y el experimentador político, rupturista, secreto. “Cuadecuc” es un rodaje casi clandestino, un “making of” tomado mientras Franco filmaba “El conde Drácula”, una enésima versión del personaje realizada para explotación internacional y en la que intervenía uno de los más conspicuos intérpretes de ese personaje, Christopher Lee.

Pero Portabella no solo muestra cómo son las costuras de una película, sino que narra otra versión de la historia a partir de esas mismas costuras. Sus encuadres son audaces: a veces entre ventanas, a veces desde lejos. A veces, mostrando de manera palpable su condición de intruso. Al mismo tiempo que desarma el aparato de ilusión que crea Franco, crea su propia versión de “Drácula”. Es decir, “Cuadecuc” es una película que vampiriza a otra para poder existir. No se trata de un documental –aunque, ante la imposibilidad de definir una empresa como esta, suele colocársela en ese estante–, sino de un auténtico experimento formal. Portabella quita el color, filma en 16 mm (un formato casi “de batalla”), utiliza sonidos pasados al revés para la banda de sonido. Solo deja el diálogo al final: conoceremos cómo termina “Drácula” porque Christopher Lee se dedica a releer las últimas líneas de la novela, que cobran otro sentido –parece referirse a la paz del cineasta que ha logrado, a pesar de cualquier traba, aquello que deseaba– respecto de lo que hemos visto. En última instancia, “Cuadecuc” comenta con su forma una de las características más importantes del cine: su capacidad para generar una hipnosis, un encantamiento que nos mantiene en estado de muertos vivos, seres inertes atrapados por lo que nos ofrece la pantalla.

*Disponible bajo suscripción en Mubi.

Close up

Irán, 1990

Dirección: Abbas Kiarostami

Gracias a Abbas Kiarostami, descubrimos que en Irán se hacía –y se hace, aunque ahora menos– un cine sofisticado e inteligente. La mayoría de las películas de este autor central para la pantalla contemporánea giran alrededor de la lábil frontera entre la realidad y la ficción, algo que, además, es recurrente en algunos de sus discípulos, como el perseguido Jafar Panahi o Samira Makhmalbaf. Es difícil seleccionar una sola obra maestra que nos hable de la representación y de cómo se interseca con la vida real: ahí están “Detrás de los olivos”, “El sabor de la cereza” (su final en video, sorprendente), “El viento nos llevará” o la extraña “Shirin”, que solo muestra mujeres viendo una película (que, en realidad, no ven: están actuando emociones). Pero es probable que “Close up” sea la obra maestra definitiva, o al menos la llave que explica toda la filmografía de Kiarostami.

Hay un hombre juzgado por haber suplantado la identidad del realizador Moshe Makhmalbaf, incluso al punto de entrar en su casa. Cuando termina de cumplir su condena, revive el hecho con los mismísimos protagonistas, mientras Kiarostami filma absolutamente todo. Las personas se vuelven personajes; lo real, artificio. El cine, que es manipulación, es el arte que registra otra manipulación más rara aún: la del hombre que se vuelve otro hombre. Bueno, como sucede en las películas con los actores. Todo es –al decir de los franceses, aunque no suena tan bien en castellano– una puesta en abismo, como una de esas ilusiones ópticas donde una imagen es otra y una y otra, y nuestro cerebro no termina de decidir. Después de todo, claro, las películas son ilusiones ópticas, literalmente. El poder de la cámara es tal que esta descripción de la película en palabras es mucho más engorrosa que el filme, límpido y transparente. Kiarostami demuestra que hay una enorme diferencia entre realidad y verdad. La primera es aparente, incluso discutible; la segunda es absoluta y difícil de hallar. Para que todo funcione en esta película, para que esas personas se conviertan en personajes de sí mismas, tienen que encontrar esa verdad que las vuelva reales.

*Disponible en YouTube.

El último gran héroe

EE. UU., 1993

Dirección: John McTiernan

No hay mejores películas, no hay mejores obras que aquellas que operan por contrabando. John McTiernan, realizador de una de las mejores películas de la historia -la incomparable “Duro de matar”- realiza aquí una operación que recuerda al Sherlock Jr. de Keaton (cómo no volver a Keaton cuando hablamos de cine sobre el cine). Danny, un niño fanático de las películas de acción desaforadas de los años ochenta y de Arnold Schwarzenegger, ingresa con un ticket mágico a la pantalla –un dispositivo similar al de “La rosa púrpura del Cairo”, de Woody Allen–. Allí se convierte en la pareja de Jack Slater, el violento e invulnerable detective de Los Ángeles, en su cuarta o quinta película. Danny sabe que todo es una película, pero para Jack ese mundo es “real”, es “su” mundo. Uno donde todas las mujeres son atractivas, donde los gatos de dibujo animado pueden ser policías, donde todos los teléfonos empiezan con 555, donde su puntería es infalible, donde nada lo hiere, donde su hijito ha sido asesinado por un villano. En un momento, Jack se convence de la irrealidad de su mundo, se deprime al saber que todo lo bueno y lo trágico que ha sufrido es porque alguien, para divertir y divertirse, lo dispuso así.

En ese momento, Jack Slater es nosotros ante la gran duda metafísica del sentido de nuestra vida. Luego, los roles se invierten: Jack pasa al mundo real, y allí el mal nunca es vencido, allí puede enamorarse de una mujer normal, allí todo lastima, todo es gris, todo es menos que del otro lado de la pantalla. Allí Jack no es Jack, sino Schwarzenegger, un tipo que trabaja en las películas, no mata a nadie y solo quiere promocionar un restaurante. Sin dejar de ser una gran película de acción y aventuras, con momentos de humor notables, “El último…” es también una reflexión amarga sobre el universo al que estamos confinados. Uno que necesita del arte –de las películas– para que podamos escapar, para que podamos experimentar lo imposible. “El último gran héroe” es la reivindicación definitiva del gran entretenimiento como necesidad humana.

*Disponible bajo suscripción en HBO Go.

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