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León Ferrari: escritos personales y reflexiones críticas sobre su obra

A cien años del nacimiento del artista argentino, reproducimos aquí textos originales en los que Ferrari piensa su práctica. Además, escritores e historiadores analizan su trascendencia.

La respuesta del artista

* Texto publicado en “Propósitos” el 7 de octubre de 1965, en respuesta a la crítica de E. Ramallo aparecida en “La Prensa” el 21 de septiembre de 1965 acerca de las obras presentadas por León Ferrari en el Premio Di Tella de 1965. La transcripción respeta la ortografía de la versión original.

Me refiero al artículo “Los artistas argentinos en el Premio Di Tella 1965” publicado en La Prensa de la fecha y firmado por el Sr. E. Ramallo.

Me parece natural que el cronista sume su voz a la mayoría de las opiniones condenatorias del Premio Di Tella de este año y de años anteriores: el Premio Di Tella pretende fomentar y exponer las corrientes renovadoras de la plástica local; es casi condición necesaria que toda renovación implique la reacción más o menos violenta de los grupos conservadores. Ese artículo, así como la mayoría de las crónicas sobre los Di Tella, indica que por lo menos aquella condición está cumplida: ya es algo aunque creo que hay mucho más que eso.

Me parece natural y humano que el cronista, quizás sin darse cuenta, pase por el plano de la crítica y llegue hasta el de la teoría del arte pretendiendo dictar los reglamentos a los cuales deberían ajustarse los artistas. Parece que el cronista quisiera descartar del arte aquello que sea crítica acre o corrosiva y sugiere que se impida la exposición de obras que “no permiten dudas sobre su filiación y por lo tanto sobre sus fines”. Quitar la crítica del arte es cortarle su brazo derecho, limitar la crítica a lo que no sea acre o corrosivo es ahogarla con azúcar; prohibir la exhibición de cuadros porque el espectador puede darse cuenta que el autor es comunista y sus fines son la implantación de la dictadura del proletariado es pretender introducir la discriminación ideológica en el arte, es la censura previa: esta escultura parece ser de un comunista y parece querer decir Viva Lenin: afuera. Aquella otra no evidencia color político: adentro. Creo que ni a MaCarthy se le ocurrió una idea semejante; creo que ningún artista aceptaría lo que el Sr. Ramallo propone: eso sería reducir al artista a ser un fabricante de adornos para generales. Los cuadros son buenos, malos o mediocres, son fuertes o débiles, son renovadores o tradicionales, independientemente de que aparezca o no la evidencia de la filiación política o de los fines que persigue el autor.

Me preocupa que, dada la forma como el cronista describe mis trabajos, alguien pueda interpretar que soy comunista y me agreguen a las listas negras de la SIDE con las consiguientes molestias. Me parece prudente entonces aclarar que no soy comunista, que no soy anticomunista y que me preocupa profundamente la guerra de los EE. UU. contra el Vietnam. Mi opinión sobre este tema coincide con Bertrand Russell cuando dice: “Sé de pocas guerras llevadas a cabo con más crueldad o más destructivamente, o con mayor despliegue de cinismo, que la guerra entre los EE. UU. y la población campesina del Vietnam”. Coincide con la del filósofo norteamericano, titular de la Medalla Presidencial de la Libertad, Lewis Munford cuando le escribe a Johnson para manifestarle su “repugnancia” por la política de los EE. UU. en el Vietnam.

Mi “intención agresiva hacia un determinado país” se limita a unir mi protesta a la de todos aquellos que en nuestro país, en los EE. UU., en Europa, en Asia y en todo el mundo, luchan en una u otra forma para que el gobierno de los EE. UU. ponga fin a su política de matanzas en nombre de Cristo.

Y la opinión que tengo de ese gobierno coincide con la que Paulo VI tiene del gobierno norteamericano de Truman, cuando 20 años atrás tiró la primera bomba atómica, es decir pienso que Johnson y sus generales son los ultrajadores de la civilización, los carniceros de vidas humanas. Es posible que el Papa dentro de 20 años diga de Johnson lo mismo que dijo de Truman. Es posible que alguien, en el frenesí anticomunista que nos rodea, diga que B. Russell y L. Munford son comunistas, pero me parece más difícil decirlo de Paulo VI.

Pero el fondo del asunto es otro; porque lo que pretendo con esas piezas es, como dice el cronista, “enjuiciar nada menos que a la civilización occidental y cristiana”. Porque creo que nuestra civilización está alcanzando el más refinado grado de barbarie que registra la historia. Porque me parece que por primera vez en la historia se reúnen todas estas condiciones de barbarie: el país más rico y poderoso invade a uno de los menos desarrollados; tortura a sus habitantes; fotografía al torturado; publica las fotografías en sus diarios y nadie dice nada. Hitler tenía todavía el pudor de esconder sus torturas; Johnson ha ido más lejos: las muestra. La diferencia entre ambos refleja las diferencias en las responsabilidades de los pueblos: los alemanes pudieron decir que ellos no sabían lo que pasaba en los campos de concentración de Hitler. Pero nosotros, los civilizados cristianos, no lo podemos decir.

Porque nosotros las caras de los torturados las vemos todos los días en nuestros diarios, los mismos diarios que nos hablan de la libertad, de los derechos del hombre y a los cuales no se les ocurre decir que uno de los más elementales derechos del hombre es el de no ser torturado y que si alguien sabe de una tortura, y no hay mejor documento informativo que la fotografía del hecho sacada y publicada por el torturador, exprese por lo menos una condena verbal. Pero nosotros los civilizados aceptamos todo lo que nuestros diarios resuelven que debe ser aceptado, todo lo que está atractivamente envasado. Y así es como las fotografías de la peor lacra de la humanidad han pasado a ser un objeto más de nuestra producción técnica, otro objeto de intercambio. Porque las fotografías no son publicadas como una condena, con sentido crítico, son publicadas porque aumentan las ventas del diario o la revista, como las fotografías que publican las revistas sensacionalistas: crónica negra.

Esas fotografías y la pasividad de los pueblos occidentales, son el símbolo de nuestra avanzada barbarie. Y otro signo de barbarie es la reacción del cronista de arte quien, cuando encuentra esas mismas fotografías pegadas en una caja con una intención de “crítica acre o corrosiva”, no se le ocurre condenar la tortura: lo único que se le ocurre es pedir que se prohíba la crítica a la tortura. No se pregunta si los bombardeos a las escuelas del Vietnam son ciertos; lo que pide es que no se lo digan desde un cuadro y no se muestren las banderas de los EE. UU. en las alas de los aviones.

Ignoro el valor formal de esas piezas. Lo único que le pido al arte es que me ayude a decir lo que pienso con la mayor claridad posible, a inventar los signos plásticos y críticos que me permitan con la mayor eficiencia condenar la barbarie de Occidente; es posible que alguien me demuestre que esto no es arte; no tendría ningún problema, no cambiaría de camino, me limitaría a cambiarle de nombre: tacharía arte y las llamaría política, crítica corrosiva, cualquier cosa.

Lo saludo muy atentamente.

León Ferrari

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Cultura

* Texto leído en el Primer Encuentro de Buenos Aires: Cultura 1968, organizado por Margarita Paksa en la SAAP (Sociedad Argentina de Artistas Plásticos), el 27 de diciembre de 1968. La transcripción respeta la ortografía de la versión original.

Al hacer este balance de la cultura pienso que debemos tener en cuenta que “cultura” es una sucia palabra, y que la más usada de sus muchas acepciones es la que implica que cultura es una parte de los bienes que poseen algunos reducidos grupos sociales. Me refiero en especial a la cultura estética. Las ciencias, humanidades, etc., si bien comparten algunas de las características de la estética, tienen otras que las diferencian.

Me parece que hay una suerte de escondida e inconsciente complicidad entre las élites productoras de dinero y las élites productoras de cultura estética para limitar el significado de aquella palabra a lo que ellos mismos hacen, compran o usan. En plástica, por ejemplo, cultura generalmente significa, y significaba para muchos de nosotros hasta hace muy poco tiempo, la historia oficial y culta del arte, en especial la más reciente, es decir el impresionismo, el cubismo, el surrealismo, la abstracción, etc. Nuestra actividad estética sufría una fuerte influencia de aquella historia y nuestros propósitos se dirigían a participar en la elaboración de un nuevo eslabón de aquella cadena de escuelas, a producir una nueva rotura, un nuevo sobresalto, algo que se solía llamar “revolución” en el arte, y que luego se transformaría en un nuevo peldaño en la escalera del arte culto, escalera que es sólo transitada por sus constructores, por sus compradores, por un pequeño público de gustadores de arte, y por los intermediarios, críticos, periodistas, funcionarios de la cultura estatal, etc.

La actividad artística suele estar gobernada por un intercambio de prestigios. La élite del dinero prestigia a los artistas financiando los salones y premios estatales y privados, prestando espacios en sus medios de información para publicitar al arte, para ir escribiendo por medio de los teóricos y estetas la historia del arte que ella prefiera, y publicando los libros y revistas que jerarquizan, que sacan de la nada, las obras que ella elige.

Los artistas así aureolados por la élite le entregan en canje sus cuadros, sus poemas, su música, todas esas cosas que la élite del dinero necesita y utiliza como señaladores de prestigio cultural y con los cuales justifica su poder y su dinero.

El arte, proclamado por sus autores y por sus compradores, como una de las más generosas y elevadas actividades humanas destinado a enriquecer la vida de todos los hombres, es en realidad un adorno de un pequeño reducto desde el cual los grupos adinerados lanzan sus campañas de represión, sus cuartelazos militares, su policía brava, sus bombarderos. El arte no sirve hoy para enriquecer la vida humana: sólo se usa para complacer a unos pocos y para que éstos la usen como un arma más para poner la vida humana a su servicio, al servicio de las minorías cultas o seudo cultas.

Los artistas en general no saben, no se dan cuenta, que son los colaboracionistas de los gobiernos del dinero sostenidos por los fusiles y justificados por la cultura occidental y cristiana, que ellos están prolongando. No se dan cuenta que cada vez que se produce un levantamiento revolucionario en alguno de los países llamados económica y culturalmente subdesarrollados, la cultura occidental es una bandera que instantáneamente aparece y acompaña a la policía, a los que así como gran parte de la cultura alemana era nazi, la cultura norteamericana, que en parte es la nuestra como occidentales, participa en algún grado de la conducta de sus clases dirigentes, apoyadas por la mayoría de los norteamericanos, que paralelamente a la fabricación de sus bombarderos y con el mismo dinero, se preocupan por fomentar su arte, desparramar su cultura, endiosar a sus artistas.

Una buena parte de la cultura estética que hoy se produce tiene una característica que en el pasado no poseía: su impenetrabilidad; la limitación en el público que llega hasta el arte contemporáneo no se debe entonces solamente a la valla del dinero, a ese mínimo nivel económico necesario para tener tiempo, energías y estado de ánimo como para buscar y gustar la obra de arte, sino que a eso se suma el tipo de obra que se produce, que es en general inaccesible, incomprensible, para el común de los mortales.

Pareciera que las clases pudientes, en su afán por diferenciarse del pueblo, en su afán por buscar un señalador que los distinga de las “masas” y que no pueda ser vulgarizado y utilizado por otros, perdiendo así su característica diferenciante, hayan fomentado a los artistas en especial a la vanguardia, a producir los indicadores más incomprensibles, las palabras más difíciles, los signos más impenetrables para que, expuestos a la luz del día, continuaran conservando ese carácter de secreta contraseña de la logia de la cultura y del poder. Los artistas, al producir esas contraseñas, se desinteresaron en su mayoría de todos aquellos que sus obras no comprendían, el pueblo, y establecieron en cambio una activa interacción, un dar y recibir, con el público que decía comprenderlos, es decir, con la élite del dinero y sus intermediarios.

Es posible que se piense a esta altura en las diferencias entre las diversas escuelas y grupos y se suponga que existen diferencias en el grado de inconsciente complicidad de los artistas con su pequeño público. Si bien tales diferencias existen en algunos pocos casos, con la mayoría sólo se trata de matices estéticos. Me parece que la realidad es esta: la élite del dinero no es un todo indiferenciado sino que comprende grupos distintos con gustos distintos; existe una cierta estratificación cultural que demanda un estratificado suministro de señaladores de prestigio cultural, de objetos que adornan su vida y sus casas. La estratificación de los artistas, que abarca de la academia a la vanguardia, responde a las exigencias de ese mercado consumidor. Ese mercado tiene galerías, salones, críticos y teóricos para todas las tendencias. Las luchas internas, las críticas despiadadas de una a otra escuela, academia versus vanguardia, figuración versus abstracción, que parece reflejar grandes divergencias ideológicas, en realidad sólo se refieren a distintas opiniones estéticas por la competencia personal y las luchas de prestigio, que desaparecen cuando se observa la realidad del conjunto de casi todo el arte contemporáneo aislado del pueblo y al servicio de las clases adineradas.

En la asociación del adinerado con el artista surgió un arte que tiene un casi constante común denominador, un invisible reglamento académico que gobierna a casi todas las obras contemporáneas y en especial a las vanguardias que se precian de ser antiacadémicas: la preponderancia de la forma sobre el significado que o no existe o es intranscendente, oscuro o accidental. La obra no refleja el pensamiento de un autor y menos su ideología: se limita a ser una composición formal destinada a complementarse con la personalidad del espectador para excitarlo, conmoverlo, sorprenderlo o complacerlo, pero sin decirle nada claro y racional. Lo que el autor del cuadro puede eventualmente querer decir es presentado en forma tan confusa que, al pasar por el filtro de la sensibilidad del observador, se transforma en cualquier cosa que este desee o le plazca interpretar.

Algunos artistas rompieron aquel reglamento y se propusieron transmitir ideas, críticas, política, con sus obras. Sufrieron uno de estos tres destinos: o fueron prohibidos por la censura policial o la autocensura de los intermediarios; o fueron ignorados por los medios de información y por los intermediarios; o fueron alborozadamente festejados por la élite que esos mismos cuadros estaban atacando. El triunfo de las obras significó el fracaso de las intenciones. La denuncia fue ignorada y el arte fue aplaudido: el arte se convirtió en el enemigo del denunciante, en el apaciguador de sus rencores, en el tranquilizador de sus ideas. Frente a esos cuadros políticos casi nadie habla de política, todos hablan de arte. La denuncia es comprada por el denunciado y usada no sólo como señalador de prestigio cultural, sino también como señalador de esa tolerancia, de esas libertades que, como la libertad de expresión y de prensa, constituyen otro de los mitos que maneja con eficacia la elite del dinero.

Para volver al tema de esta reunión, me parece que en 1968 se han producido, además de todo lo negativo que dio este año, algunos hechos que tendrán influencia en nuestra futura estética. Limitándonos al campo de la plástica algunos de esos hechos son:

La formación de un grupo de arte político constituido por artistas que, desde hace años y contra la indiferencia y a veces al rechazo de una buena parte del medio cultural, trabajan en esa tendencia, con otros que ahora se inician, y que se concretó en el homenaje al Che, segunda edición de la muestra que se realizó en 1967, y que me parece fue uno de los mejores ejemplos de arte con contenido claro, directo y eficazmente transmitido. La suerte de la primera muestra, clausurada bajo amenaza policial, y de la segunda casi totalmente ignorada por los medios de información, señala el destino que aguarda a las obras que hieren o desagradan a las clases que nos gobiernan o a sus representantes policiales o militares.

Un segundo hecho lo constituyó la desintegración de la vanguardia formalista que se agrupaba alrededor del Instituto Di Tella, Museo Nacional, Museo de Arte Moderno, Premio Ver y Estimar, etc., de la cual se desprendió un numeroso grupo de artistas de Rosario y de Buenos Aires con el cual trabajé, y que produjo además de la muestra-denuncia Tucumán Arde, clausurada también bajo amenaza policial en la CGT, numerosas conversaciones y discusiones que sirvieron para aclarar y fundamentar la posición de nuestro grupo. Entre ellas quizá la principal la de renunciar a todo tipo de premio, galería, etc., que integre el circuito controlado por la élite.

Un tercer hecho que me parece importante es un cambio en la actitud de algunos artistas de izquierda que solían antes agruparse con artistas ideológicamente indiferentes o liberales, obedeciendo a coincidencias estéticas y olvidando diferencias ideológicas, y que ahora en cambio adoptan la actitud contraria: las coincidencias ideológicas están por encima de las divergencias estéticas. Este cambio de actitudes ha hecho posible la realización de este

encuentro, excelente idea de su organizadora Margarita Paksa, y señala además que las formas estéticas no nos interesan por sí mismas sino por su utilidad para transmitir ideas. De modo que la larga serie de escuelas cuya principal caracterización era formal es abandonada. Nosotros nos agrupamos no con quienes usan las mismas formas sino con quienes tienen las mismas ideas y quieren usar la estética para expresarlas y luchar por ellas. Esta no es una escuela formal, este es un grupo que se distingue por los significados, la intención y los propósitos de su obra, cualquiera sea la forma elegida, óleo, fotografía, cine, etc. El arte se mide por la eficacia de la obra.

La duda que seguramente quedará planteada en esta reunión es la siguiente: ¿Sirve realmente la estética, el arte, para hacer política? ¿Sabremos nosotros usar, para otros fines, la experiencia estética que adquirimos haciendo cultura para la élite? ¿Podremos desembarazar nuestra sensibilidad de los vicios allí adquiridos para poder acercarnos a todo ese mundo de la cultura popular que la élite rechaza y hacer entonces una estética antiélite que nos permita comunicarnos con los sectores sociales cuya ideología compartimos?

Me temo que la respuesta puede ser negativa, que la estética no sirva, que no sepamos usarla, que no logramos inventar otra. En tal caso, me parece, será mejor buscar otras formas de acción y de expresión.

León Ferrari, Castelar, 25 de diciembre de 1968

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Prismas y rectángulos

* Texto escrito para el catálogo de la muestra “León Ferrari, esculturas, licopódios (xerografias), heliografías, desenhos gravuras en metal e livros”, inaugurada el 31 de agosto de 1980 en el Museo Guido Viaro, Curitiba, Paraná, Brasil. La transcripción respeta la ortografía de la versión original.

Tomo una pluma y empiezo una línea dentro del rectángulo de papel y mañana otra línea en otro rectángulo y pasado mañana otra: siempre en rectángulos. No modifico el perímetro, no recorto con tijera entradas, agujeros, bahías, penínsulas, ensenadas, perfiles de hombros o axilas, para después comenzar el dibujo. No deformo el rectángulo: en su destrucción muere la pureza. Homenaje al rectángulo es cada uno de los millones de dibujos que el hombre hizo dentro de ese marco anónimo humilde y callado que se retira y esconde para que el contenido quede desnudo y visible como mujer sin camisón en el cuadrilátero de la sábana. Acurrucada en un ángulo, desplegada en el medio o encogida en un borde, la línea recorre el papel libre gestora de su destino, con rayas a veces delgadas accidentadas y medio borrosas, como cuando uso papel para aguafuerte y demoro el trazo con la pluma cargada que ensancha la línea lanzando tentáculos en su avance, raíces que buscan agua o jugos que alimenten sus pensamientos, o líneas continuas o trazos cortados uno junto a otro para hacer las sombras de un seno, esas sombras que se trazan como caricias sobre el papel trasformado en piel de amada con el cuidado de no lastimarla con la punta de la pluma que parece cincel o espátula convirtiendo el papel en relieve de recuerdos, cuando uno hasta quiere ser ciego para que toda esa vida que le corre por dentro se amontone en las yemas de los dedos y sólo en la yema de los dedos para poder quizás llegar a comprender a imaginar ciego pero con esos dedos tan sagaces el relieve el perfil el significado de pezones y humedades. A veces libre a veces rebotando contra el marco implacable de los bordes, paredes en la celda de un monasterio en la cárcel o en la tumba, esos bordes que son el límite, la valla, lo imposible que separa nuestro dibujo del dibujo que hace el plano apoyado en la mesa en su avance vertiginoso hacia el infinito cortando nuestra casa la del vecino la gente que está comiendo, pasando por encima o por debajo de los que duermen o se besan y en las intersecciones con cosas árboles nubes viento y luego, tangente al globo y separándose, niebla y nada.

Pero en el aire puede también repetirse el dibujo rectangular que proyectado al espacio se trasforma en prisma cuyas caras y aristas serán ahora el marco anónimo la repetida impersonal envolvente transparente dentro del cual sólo tiene la línea que buscar su lugar. Los hilos entonces, los alambres rectos o curvos, se cruzan se sostienen se suman se enredan en un laberinto vinculado a otro y a otro cerca de un vértice o de un arista lejana con un sol, un estallido, un nido de rayas medio escondido detrás de otros o confundiéndose con otros que están detrás de él o que lo cubren o descubren según se mueva la retina o la luz, con las sombras escapándose de los brillos y modificando el color y el valor de la vecina que aparece desde la penumbra o desde un costado como si fuera un acento, el rasgo de una nueva letra o el eco de un mensaje anterior. Fríos paralelepípedos simples por fuera como los cantos de un papel y libres por dentro para mostrar sus arrugas alegrías cansancio y los canales, la red de zanjas estrechas que riegan carne e imaginación, desesperación y orgasmo, las acequias que traen roja la vida y se llevan los pedazos azules de la aún no definitiva muerte.

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Contra el Juicio Final y Primera carta al Papa

El Papa recomendó meditar en el tema del Juicio Final (AFP, 9/1/95)

Años atrás, Juan Pablo II bautizó en la Capilla Sixtina al pie del Juicio Final de Miguel Ángel a 19 niños e invitó a sus padres a reflexionar sobre el fresco que ilustraba “la felicidad de quien eligió a Jesucristo” y “la desesperación de quien lo rechazó”. Estos últimos, agregó, “al desobedecer al Señor, se dirigen a la condenación eterna”.

Esta noticia (La Nación, 9/1/95), la reproducción de la obra, la invitación del Papa y la meditación que produjo, originó años después un encuentro de gente que se sentía vinculada por los mismos motivos y conductas que habían reunido en la Sixtina a los condenados pintados por Buonarroti. De allí surgió la idea de organizar una asociación, el CIHABAPAI, que se ocupara del más allá y pidiera al Papa la anulación de aquel Juicio. La carta que se acompaña, que recibió la adhesión de 150 artistas, escritores y personas preocupadas por la actualización de la amenaza apocalíptica que se desprendía de las palabras de Juan Pablo II, se remitió en la última Navidad. Al no recibir respuesta, se reiterará el pedido en fecha a determinar con las nuevas adhesiones que se reciban.

Buenos Aires, 24 de diciembre de 1997

Juan Pablo II

Ciudad del Vaticano

De nuestra consideración:

Se acerca el fin del milenio. Se acerca, posiblemente, el Apocalipsis y el Juicio Final. Si es cierto que son pocos los que se salvan, como advierte el Evangelio, se acerca para la mayor parte de la humanidad el comienzo de un infierno inacabable. Para evitarlo basta volver a la justicia que Dios Padre dictó en el Génesis. Si Él castigó la desobediencia de Eva suprimiendo nuestra inmortalidad, no es justo que el Hijo nos la haya restituido, tantos siglos después, prolongando padecimientos. Si una parte de la Trinidad dicta una sentencia cuya pena termina y se completa con la muerte, no puede otra parte abrir cada causa, agregar otra sentencia, resucitar el cadáver y aplicar un castigo adicional que repite infinitas veces el castigo ya cumplido por el pecador una vez muerto. La justicia del Hijo contradice y viola la del Padre. La existencia del Paraíso no justifica la del Infierno: la bondad de los pocos salvados no les permitirá ser felices sabiendo eternamente que novias o hermanas o madres o amigos y también desconocidos y enemigos (prójimo que Jesús nos ordena amar y perdonar) sufren en tierras de Satanás. Le solicitamos, entonces, volver al Pentateuco y tramitar la anulación del Juicio Final y de la inmortalidad.

Lo saludamos atentamente.

CIHABAPAI

(Club de impíos herejes apóstatas blasfemos ateos paganos agnósticos e infieles, en formación)

Adhieren a esta iniciativa Daniel Acosta, Rodolfo Agüero, María Inés Aldaburu, Alberto Alonso, María Álvarez, Irma Amato, Roberto Amigo Cerisola, Osvaldo Baigorria, Elba Bairon, Oscar Balducci, Carmen Baliero, Irene Banchero, Jorge Barneau, Ricardo Bartís, Florencia Battiti, Fernando Bedoya, Alfredo Benavidez Bedoya, Miguel Ángel Bengochea, Alicia Benítez, Carlos Boccardo, Nestor Boher, Oscar Bony, Juliano Borobio Matos, Mirta Botta, Marcelo Boullosa, Michèle G. Briante, Fernando Broussalis, Anahí Cáceres, Luis Camnitzer, Viviana Canet, Juan C. Capurro, David Carbó, Adrián Carreira, Álvaro Castagnino, Aníbal Cedrón, Marcelo Céspedes, Gustavo Charif, Diana Chorne, Emilia Chouhy de Finger, Diego Ciardullo, Gabriel Correa, María Mercedes Covas, Adolfo Coronato, Salvador Costanzo, Florencia Crescimbeni, Carmen D’Elía, Deni De Biaggi, Patricia Delmar, Mirta Dermisache, Santiago Deymonnaz, Marta Dillon, Juan Carlos Distéfano, Juan Doffo, Diana Dowek, Andrés Duprat, Gaba Echeverría, Beba Eguía, Emei, Lucas Engel, Gabriela Esquivada, Omar Estela, Roberto Fabbiani, Fernando Fazzolari, Alejandra Fenochio, León Ferrari, Mónica Filgueiras, Gloria Filipuzzi, Federico Finger, Julio Flores, Elsa Flores Ballesteros, Hernán Jaime Fontanet, Ana Foos, Jean Franco, Luis Freisztav, Roxana Fuertes, Pedro Gaeta, Griselda Gambaro, Nora García, Fernando García Delgado, Cristián Gay, Silvia Gay, Juan Gelman, Marisa Giménez, Mónica Girón, Andrea Giunta, Omar Glezer, Daniel Glüzmann, Ana Godel, Carmen Guarini, Miguel Harte, Joos Heintz, Juan Herrera, María José Herrera, Alicia Herrero, Eduardo Iglesias Brickles, Alejandro Inchaurregui, Graciela Jacob, Álvaro Jiménez, Magdalena Jitrik, Javier Maldonado, Pablo Marchetti, Silvina Martínez, Noé Jitrik, Kenneth Kemble, Guillermo Kexel, Laura Klein, Raquel Kogan, Patricia Kolesnikov, Patricia Korenblit, Diego Korman, Martín Kovensky, Mara La Madrid, Ramiro Larraín, Sergio Langer, Juan Lepes, Gabriel Levinas, Federico Lezcano (Bode), Ricardo Longhini, Ana López, Javier Maldonado, Ernesto Mallo, Laura Malosetti, Norberto José Martínez, José Luis Meirás, Nora Menghi, Leonardo Moledo, Tununa Mercado, María Moreno, Ester Nazarian, Adolfo Nigro, Luis Niveiro, Luis Felipe Noé, Fernando Noy, José Nun, Alejandro Oliva, Norberto Onofrio, Daniel Ontiveros, Enrique Oteiza, Clemente Padim, Pablo Páez, Margarita Paksa, Marcelo Paredes, Gerardo Patiño, Alan Pauls, Hilda Paz, Carlos Peralta, Margarita Perata, Pérez Celis, Ricardo Piglia, Alejandro Puente, Augusto Reinhold, Rep, Juan Carlos Romero, León Rozitchner, Horacio Rueda, Alfredo Saavedra, Corinne Sacca-Abadi, Guillermo Saccomanno, Tulio Sagastizábal, Carlos Ángel Sánchez, Viviana Sasso, Cristina Schiavi, Daniel Schiavi, Julia Schneider, Marcia Schvartz, Oscar Serra, Diego Sigalevich (Catón), Gabriela Siracusano, Rosa Skifik, Oscar Smoje, Elsa Soibelman, Sometidos por Morgan, Pablo Suárez, Asunción Suárez, Enrique Symns, María Inés Tapia Vera, Osvaldo Tcherkaski, Cristina Terzaghi, Alejandro Vainstein, Miguel Vayo, Ileana Vegezzi, Beatriz Velázquez, Daniel Veronese, Olga Viglieca, Jorge Villarroel, Luciana Volco, Teresa Volco, Yacaré Cumbiao-Litoral Poético, Alicia Zárate, Horacio Zabala, Beatriz Zardain, Luis Ziembrowski, Vicente Zito Lema, Lucía Marck-Meister, siguen las firmas

El Museo Nacional de Bellas Artes agradece a la Fundación Augusto y León Ferrari Arte y Acervo (FALFAA).

http://fundacionferrari.org

https://leonferrari.com.ar

Reflexiones críticas sobre su obra

Una descabellada que goza
Por Tununa Mercado, escritora

Ella, la letra de León Ferrari, había sido vista en la infinita búsqueda y pudo haber quedado fijada en obras con distinto grado de figuración o abstracción; lo cierto es que estaba desde el origen como signo central de un ademán escriturario, una suerte de rapto irreprimible, congénito o innato, de dirigir la mano hacia el norte y el oeste, de manera más circunscrita desde la derecha hacia la izquierda, con sucesivos retornos desde esos 11 puntos hacia sus contrarios, hasta multiplicar las direcciones y crear la aparente maraña de encadenamientos hacia atrás y hacia adelante. Aparente, porque si se investiga el decurso del andar de este blasfemo, León Ferrari, se advierte que el orden de sus escrituras tiene la coherencia de las leyes del universo, que su rosario de letanías conserva sus enlaces, aunque, paradójicamente rompa los signos o los exponga a espejos deformantes; las condiciones de la obsesión, que tal vez sean las de todo arte, se cumplen: estructura que encierra, cauce que determina una sintaxis, repetición según ritmos sin embargo irrepetibles, etcétera. Con un plus en el que residiría precisamente el enigma y la fascinación para quien se sube a este vehículo Ferrari: el como si, la metáfora, es un hueco que se quiere sin sentido, pero que precisamente por estar encarnado en ese deseo se carga de una significación avasalladora por ausencia, es decir capaz de desmoronar todo lo que previsiblemente podía haberse erguido en el camino para significar, colocando en su lugar la pura significación de la forma.

El momento en que la letra aflora debe ser pues considerado como un alumbramiento –en el sentido tanto de nacer como de iluminar– del trazo original, el que inaugura y funda, el que genera y engendra prole, el que prolifera, en suma. Esta letra no necesita ser estrictamente letra que junto a otra configure una palabra y con la palabra una frase y con la frase un sintagma, no tiene por qué ser ropaje de contenidos cuya función y prestigio sean decir o aconsejar, no le debe fidelidad a ningún alfabeto, y puede burlar cualquier silabario; tampoco corre para ella ningún juicio, del tipo buena o mala letra, porque de esas valoraciones solamente le ha quedado la vocación caligráfica, que es el impulso o la pulsión de la prolijidad, en el sentido de fluente (raíz liquere, ser líquido) más que de esmero. Ella tiene la autonomía del rodar y el enredarse, es una descabellada que goza de las secuencias que inaugura, que libera sus combustiones a medida que se adelanta a sí misma, se superpone a sus rasgos y se despliega más allá de sus sendas convencidas, que una vez lanzada al espacio de la línea o abierta a los túneles del blanco, una vez montada en una como “escritura”, de cuya función lingüística no ha quedado más que el impulso del encadenamiento, se vuelve dueña, reina del espacio.

Y, después, o durante, el color, cuya aparición ha sido largamente preparada. Si la letra se suelta a mano alzada, se desgrana en sucesión y va brotando en movimiento perpetuo, el color se trabaja por capas, con la misma voluntad de sucesión. Primero hay que darle una superficie, crearle la porosidad que habrá de absorberlo. Al tacto se advierte el efecto rugoso de la lija, ésta incluso ha dejado ciertas huellas sobre la plancha de poliestireno, un material que hasta brillo tiene y por el que no se daría un centavo si se pensara que va a recibir color, pero que tal vez precisamente por eso conviene a la manía persecutoria del color que no es menos extrema que la cacería de la letra: para rastrear su arqueología hay que raspar, despulir, crear el lecho de la incisión. Las segundas huellas son esgrafiados con punta seca, surcos en los que el gesto de la escritura parece adiestrarse, una especie de calentamiento para el derroche del color: fondo con pastel acostado, a veces con acuarela, y luego las puntas del lápiz de óleo seco y graso que dan diferentes calidades y grosores a la línea. Y es tan rica la variación del color que uno ve hacia adentro, traspasa el enrejado de la letra y lee otras escrituras que aparecen entre las celadas del andar, en profundidad y en transparencias, hasta una zona donde aún sin poder determinar su tangibilidad se adivina siempre un más allá en el que se estarían repitiendo los infinitos de la profanación del no-color, que tampoco es el blanco, ni el gris, ni el mate alcanzado ni el remoto brillo de la plancha, sino un ámbito disponible para la inscripción, un “elemento”; en el que las partículas harán su diseminación a placer y cuyas magnitudes sólo podrían ser medidas en términos matemáticos. A menos que hagamos el trayecto con Ferrari, al que él nos invita con paciencia y compasión: nos toma la mano y nos inicia, de derecha a izquierda, nos incita a dejar blanda la muñeca y a avanzar mientras oímos los ritmos de un metrónomo remoto que escande, como si lo deletreara, el espíritu de la letra, que nos ciñe con su rigor al mismo tiempo que nos incita a transgredirlo, y si logramos subirnos a esta moción, en el sentido de inclinación o asentimiento del ánimo a lo que le ha sido sugerido, habremos logrado asir, o al menos más modestamente rozar, el misterio de una travesía.

La crucifixión de León
Por Bengt Oldenburg, historiador del arte 

Esta es una excelente oportunidad para hablar de la actualidad de la obra de León Ferrari.

Una prueba es que su “Civilización cristiana y occidental”, creada hace más de medio siglo, ahora se expone en el Museo Nacional de Bellas Artes, visible desde la calle.

Es útil confrontar su imagen de la Crucifixión con nuestra situación actual, que exige reflexionar sobre lo que hemos hecho con la civilización, con la religión cristiana y con el Occidente.

Las primeras obras de León fueron cerámicas, y refugiado en Brasil produjo unas esculturas sonoras, pero en la mayoría de sus trabajos usaba su arte para confirmar su compromiso moral. Como cuando, ya en 1963, expuso dibujos en museos europeos, junto con artistas de la talla de Michaux, Klee y Pollock. Entre ellos figuraba su “Carta a un general”, donde rompe los moldes de la escritura para transformarla en garabatos que denuncian la imposibilidad de diálogo con quienes ejercen la violencia contra el cuerpo social.

No se quejaba: atacaba con arte e inteligencia. Mi gran y añorado amigo se definía como ateo, pero su “Crucifixión” quizás sea la obra más fuerte del género desde el retablo de Grünewald, hace cinco siglos. También produjo una obra de teatro, “Palabras ajenas”, junto con su mujer, Alicia Barros Castro. Es un collage de textos que incluye tanto citas de Hitler como de un papa y de un presidente norteamericano, mezclados con boletines de la guerra de Vietnam, opiniones de periodistas y políticos e, incluso, algún fragmento de la Biblia. Estrenada en 1967, sigue siendo una obra de culto, representada en teatros en todo el mundo.

Casi cuarenta años después, en 2004, su retrospectiva en el Centro Cultural Recoleta causó escándalo. Fue un mordaz comentario sobre el silencio de la Iglesia frente al terrorismo de Estado ejercido por el régimen militar entre 1976 y 1983. Cerrada por la Justicia, volvió a abrir, hubo campañas pro y contra en los medios, procesiones de fieles indignados, y hasta una intervención del futuro papa, el entonces arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, quien acusó a León de blasfemia. Como Francisco, hay que decirlo, ha mostrado otras facetas y, a su vez, ahora recibe críticas y presiones de sectores cristianos.

Lo que León denunció, en el fondo, es el deterioro cada vez más extendido de nuestra civilización. Para hacer eso, tuvo que someter todos los factores a una mirada crítica: el discurso y actuar de los poderosos, e incluso la religión que él había heredado. Su modo de hacerlo, como artista, ha dejado una impronta duradera sobre la realidad. Para quien quiera entender lo que nos espera, sólo tiene que mirar. Empezando por ese cuerpo, que nos representa, y cuelga, en agonía, de una máquina de destrucción.

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