Comentario sobre El ángel de la muerte
En la luz quietamente difusa de un atardecer inflamado –alusión a la caducidad de la vida y a la vez preludio del esplendor luminoso del más allá– un ángel que desciende en vuelo se inclina a besar la frente de una joven muerta; a su alrededor todo es un florecer de corolas blancas, rojas, amarillentas, delicado homenaje de la Naturaleza a la joven entregada al último sueño.
En el momento en que realizó este cuadro, ya hacia el final de una actividad deslumbrante de éxitos y de fama, el pintor napolitano Domenico Morelli trabajaba con una dedicación agotadora en un último y absorbente encargo: siete dibujos que, convertidos en grabados, habrían de servir de comentario a una Biblia, proyecto que había convocado a veintiséis de los artistas más famosos de la época para la realización de cien láminas de gran formato. De los pintores que participaron en ese ambicioso proyecto editorial elaborado entre 1895 y 1899 y desde entonces conocido como
Biblia de Ámsterdam formaban parte, entre otros, Walter Crane, Lawrence Alma-Tadema, Puvis de Chavannes, Max Liebermann, José Villegas, el ruso Repin y el estadounidense Abbey. Los italianos, además de Morelli, eran Segantini y Michetti.
Fue Alma-Tadema, viejo amigo de Morelli, quien actuó como intermediario entre la Sociedad Anónima de la Biblia Ilustrada, que encargó la obra, y el pintor preocupado por la ejecución de ese trabajo “difícil” que le imponía enfrentarse una vez más a ese texto sagrado donde, en los años de la madurez, había buscado inspiración para sus pinturas religiosas, “a un tiempo imaginadas y reales” (1). Ahora, en cambio, debía buscar el sentido profundo de las palabras para traducirlo en un lenguaje figurativo abierto a las inflexiones de la estética prerrafaelita y del simbolismo europeo (2). Pese al cansancio que manifestó varias veces (3), Morelli se aplicó con pasión a realizar los dibujos para la
Biblia de Ámsterdam, resueltos a partir de una línea mínima, prolija, que definía con delicadeza los contornos de las personas y las cosas y las ligeras modulaciones de las luces, y favorecía con gracia el preciosismo de soluciones compositivas de extraordinaria eficacia narrativa y emocional.
Con un estilo totalmente análogo, pero obviamente adecuado al empleo del color, el pintor llevó a término
L’angelo della morte, sustituyendo el trazo gráfico por un contorno sutil de luz que construye las figuras y las corolas casi acariciándolas. A este detallismo descriptivo sirve de contrapunto el levitar liviano y espumoso de la pincelada en la pelambre verde del seto, en el hormigueo plateado de las nubes en el cielo rosado.
Es posible que para pintar esta imagen impregnada de esa espiritualidad estetizante tan cara a la cultura de su amigo Alma-Tadema o de Edward Burne-Jones –para limitarnos a dos grandes ejemplos de la pintura inglesa de
fin de siècle conocidos por el artista–, Morelli haya vuelto a meditar un asunto que le había interesado mucho en los años anteriores, dando como resultado
Amore degli angeli. Había tomado esa temática, sobre la que trabajó entre 1885 y 1893, del irlandés Thomas Moore, en cuya obra había leído acerca de “verdes alfombras de prados expuestos a los rayos del sol”, y que “cuando la tierra se encontraba más cerca del cielo que en estos tiempos de dolor y miseria, los mortales vieron sin asombro, deslumbrantes por el éter, miradas angélicas que contemplaban amorosas el mundo terrestre” (4). Estas frases pudieron nutrir la vivaz fantasía del artista, instándolo a componer una imagen donde el ángel vestido de rojo se inclina amoroso sobre la joven y le acomoda la cándida mortaja en la exuberancia de la naturaleza incontaminada. Como en
Amore degli angeli, también en
L’angelo della morte el principal componente narrativo es la voluminosa presencia de las alas, representadas con un respeto minucioso por la realidad pero al mismo tiempo imaginarias. El pintor seguía aquí esa costumbre nunca abandonada de dar una apariencia real a las propias fantasías, lo que en los años de la vejez se convirtió en espiritualismo intensamente vivido y abierto a los estados de ánimo, fuente de inspiración para pinturas capaces de conmover a quienes sabían comprender la belleza de la forma inefable, más allá de las convenciones del tema.
El cuadro perteneció a Parmenio Piñero, un rico terrateniente argentino que había comenzado a coleccionar obras de arte en los años ochenta privilegiando las pinturas españolas, aunque sin desdeñar a algunos artistas franceses e italianos como Rosa Bonheur, Francesco Paolo Michetti o, justamente, Domenico Morelli. En 1907, Piñero legó una parte destacada de su colección al MNBA, entre otras obras
L’angelo della morte, definido como “una concepción mística” por el anónimo columnista que en las páginas de
Caras y Caretas destacaba con justicia el gesto munífico del donante (5).
por Silvestra Bietoletti
1— Primo Levi, Domenico Morelli nella vita e nell’arte. Roma/Torino, Casa Editrice Nazionale, 1906, p. 145.
2— Alba Irollo, “La Bibbia di Amsterdam” en: Luisa Martorelli (cur.), Domenico Morelli e il suo tempo, 1823-1901. Dal romanticismo al simbolismo, cat. exp. Napoli, Electa, 2005, p. 272.
3— Véase: Anna Villari (ed.), Domenico Morelli. Lettere a Pasquale Villari. Napoli, Bibliopolis, 2004, vol. 2, nº 317, p. 200; nº 325-327, p. 211-216.
4— Thomas Moore, Gli amori degli angeli. Milano, 1882, p. 9.
5— “Un legado artístico”, 1907.
Bibliografía
1907. “Un legado artístico”, Caras y Caretas, Buenos Aires, a. 10, nº 467, 14 de septiembre.
2006. BALDASARRE, María Isabel, Los dueños del arte. Coleccionismo y consumo cultural en Buenos Aires. Buenos Aires, Edhasa, p. 210, reprod. color nº 41.