Retrato de la señora S. W. de S.
Zuloaga y Zabaleta, Ignacio.
Más Informaciónsobre la obra
Obra Maestra
Inventario 2633
Obra Exhibida
Sala 21. Arte argentino siglo XIX
Luego de diversas experiencias formativas en Roma, París y Sevilla, el pintor vasco pasó varias temporadas en Segovia entre los años 1898 y 1902, al establecerse en esa ciudad su tío Daniel, quien instaló un taller de cerámica en la iglesia de San Juan de los Caballeros. A partir de 1905, retomó estas visitas, pasando los otoños e inviernos allí, aproximadamente hasta 1913, alternando con estadías en París, donde tenía montado un taller. En estos años, motivado por el conocimiento que había ido adquiriendo de la cultura castellana, comenzó a dar mayor preponderancia en su obra a los paisajes y tipos humanos de esta región, en la línea de la gran tradición realista española, el Siglo de Oro y Diego Velázquez (1), a la cual añadió recursos técnicos impresionistas y post-impresionistas (2). En oposición al preciosismo que había imperado durante gran parte del siglo XIX, Zuloaga desnudó un seco y duro realismo, al margen de las vanguardias que estaban floreciendo. Consolidó así, hacia principios del siglo XX, el estilo llamado de la “España negra”, caracterizado por un verismo claroscurista y costumbrista de visos trágicos (a pesar de que antes había incursionado en la corriente opuesta de la “España blanca”) (3). Paralelamente, durante sus estancias en París, se dedicó en especial al retrato, cimentando una fama internacional que lo llevaría a plasmar en sus lienzos a la aristocracia y burguesía tanto europea como americana (4).
La fascinación de Zuloaga por los tópicos castellanos entronca con la reivindicación de estos parajes emprendida por la llamada generación del 98, grupo de intelectuales españoles que impulsaba una renovada visión de Castilla como sublimación de la identidad nacional, recuperando el “país real” que anidaba en los paisajes olvidados y la gente humilde. Así, ese árido territorio y la dureza de sus habitantes iban a constituirse en una imagen emblemática de España toda, buscando una conciencia nacionalista y una unidad ideológica en realidad inexistentes (5).
La iconografía castellana y los valores estéticos que se generaron a partir de estos postulados reforzando la corriente de la “España negra” –que tiene como antecedente a Francisco de Goya– se popularizaron internacionalmente, logrando que Zuloaga obtuviera no solo galardones en las exposiciones sino también un gran éxito comercial. Sin embargo, esta imagen cruda y también algo estereotipada de España, a cuya difusión mucho contribuyó el cosmopolitismo de Zuloaga, le valió a este la acusación por parte de diversos detractores de dañar la imagen nacional al mostrar lo atrasado y paupérrimo como lo característico español. Esta controversia dio lugar a la llamada “cuestión Zuloaga”.
Las brujas de San Millán fue pintado durante una de sus estadías en Segovia, en 1907; para ello se valió como modelos de algunas viejas segovianas y criadas de su tío Daniel (6). Fue expuesto con gran éxito, en 1908, en el Salón de la Société Nationale de París y en Nueva York al año siguiente. San Millán es un barrio céntrico segoviano, que en los primeros años del siglo XX era un arrabal de casas bajas, de vida miserable y urbanización tortuosa, cuya sordidez resumía acabadamente la Segovia de la época. En él habitó Zuloaga en 1902; alquilaba junto a otro pintor vasco, Pablo Uranga (1861-1934), una casa famosa por haber sido el escenario de un asesinato múltiple en 1892, que conmovió a la población (7). Aunque existe la leyenda de que una alucinación de Uranga, sugestionado por el pasado de la morada, habría inspirado la temática, esta obra fue realizada años después, en el taller que Zuloaga alquiló en el barrio Las Canonjías. Sin duda, durante su permanencia en San Millán, el pintor pudo observar los grupos de mujeres ancianas enlutadas y algo siniestras que, semiocultas bajo sus sayos, acudían a diario a la iglesia homónima, templo románico del siglo XII.
En su propósito de “sintetizar el alma castellana”, como él mismo declaró (8), compuso una escena concebida teatralmente, con un fondo de telón plano con cierta indicación de paisaje (9), infinito y tenebroso. Dispuso a las siete mujeres en dos grupos que constituyen cada uno un triángulo. En una estructura característica de su obra, construyó un primer triángulo –casi rectángulo– en un primer plano acusado, muy próximo al borde inferior del cuadro; inclusive, la mujer de espaldas se sale del marco de la composición. El segundo triángulo está constituido por las mujeres de pie a la izquierda. La ubicación escalonada de los personajes que conforman el primer triángulo lleva la mirada del espectador en forma ascendente hasta perderse en la misteriosa oscuridad del cielo a la derecha. La disposición de las mujeres en estos dos triángulos funciona como herramienta de otros recursos propios del autor: el descentramiento y el esquema vertical. La iluminación sobre las cabezas, proyectada desde la derecha, implica el uso de un recurso tenebrista de lejana raíz caravaggesca. Las vestimentas oscuras y casi indiferenciadas, sin detalles, contrastan con la precisión dibujística de los rostros de las ancianas, que emergen como “faros” de las ropas geometrizadas. Asimismo, el contraste de esas masas uniformes de color acentúa más el verismo de los objetos: el huso, el farol de lata y el cesto de mimbre. La mirada de la mujer de cabellos blancos justo en el centro de la tela rompe el mundo privado de esos dos corrillos de ancianas y tiende un puente hacia el espectador, quien a través de aquella siente que su presencia ha sido advertida. Se trata, como en otras obras de su autoría, de auténticos retratos en tamaño natural, recortados sobre paisajes característicos de la meseta, de pincelada densa y matérica, de colores terrosos y tonos contrastados (10). Por todo esto, Las brujas de San Millán constituye uno de los ejemplos del arte zuloaguesco que difundió por el mundo una visión de la península ibérica que quedaría fijada en el imaginario europeo y americano.
1— Puede verse la impronta velazqueña en la caracterización de los tipos en otra obra de Zuloaga existente en la colección del MNBA, Vuelta de la vendimia (1906, inv. 2631).
2— Cf. Carlos Reyero y Mireia Freixa, 1999, p. 300.
3— Se trata de la caracterización de tipos españoles, en especial mujeres ataviadas con sofisticadas y ampulosas vestimentas típicas, como mantillas y abanicos. Cf. Carlos Reyero y Mireia Freixa, 1999, p. 300. En la colección del Museo existen dos obras que podrían incluirse en este período del pintor: Españolas y una inglesa en el balcón (inv. 2632) y La bailarina: Carmen la Gitana (1902, inv. 2639).
4— Constituyen ejemplo de ello cuatro retratos de la colección del Museo: Don Juan Girondo (1911, inv. 2623), Retrato de la señora Sara Wilkinson de Marsengo (inv. 2625), Retrato de don José Santamarina (inv. 2629) y Retrato de la actriz Soler (s.n.).
5— Un antecedente fundamental de la nueva visión del paisaje castellano lo constituyó Aureliano de Beruete (1845- 1912), discípulo de Carlos de Haes, quien rescató las terrosas vistas de Castilla desde un concepto antropológico de relación del hombre con la naturaleza.
6— Cf. Enrique Lafuente Ferrari, 1990.
7— La casa de los Ayala Berganza, llamada “Casa del crimen”; los asesinos fueron ejecutados por el garrote vil en 1894.
8— Citado por Enrique Lafuente Ferrari, 1990, p. 208.
9— Rodrigo Gutiérrez Viñuales, 2000, p. 398.
10— Montserrat Fornells Angelats, “Dos modelos de internalización del costumbrismo: Ignacio Zuloaga y Antonio Ortiz Echagüe” en: Revisión del arte vasco entre 1875-1939. Ondare: Cuadernos de Artes Plásticas y Monumentales, Donostia-San Sebastián, Eusko Ikaskuntza, vol. 23, 2004, p. 513.
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