Comentario sobre Retrato de José Gerónimo Rodríguez
Tras desplegar intensa actividad como pintor y cartógrafo militar, movilizándose entre Santiago de Chile y Lima durante los agitados tiempos de la Independencia, José Gil de Castro se estableció de manera definitiva en la capital peruana a partir de 1826. Precisamente dicho año realizaba este retrato, uno de los ejemplos más notables y característicos de su etapa de madurez (1). El lienzo representa a José Gerónimo Rodríguez (1801-?), joven comerciante bonaerense avecindado en Lima que poco después abandonaría los negocios para ingresar a la vida sacerdotal (2). De acuerdo con la dedicatoria autógrafa inscrita al reverso, el lienzo estaba destinado a su madre, la criolla porteña Josefa Núñez de la Plaza –viuda y segunda esposa de Sebastián Rodríguez–, quien permanecía en Buenos Aires. La elección del pintor era obligada, y respondía a la indiscutida reputación del “mulato Gil” en todo el Cono Sur como forjador de la imagen pública del generalísimo José de San Martín y de la plana mayor del Ejército Libertador de los Andes. Esta efigie debía cumplir, en cambio, una función memorial de carácter primordialmente privado, afectivo y familiar. Por ello mismo es sintomático que el artista haya incorporado ciertas claves del simbolismo cívico, tan gravitante dentro de la retratística sudamericana del período. Ante todo, no parece casual que la obra se encomendase cuando Rodríguez acababa de cumplir los veinticinco años de edad, es decir al momento de convertirse legalmente en ciudadano, y que aparezca fechada con precisión el 25 de mayo de 1826, decimosexto aniversario de los acontecimientos que desencadenaron la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Esa circunstancia es remarcada por la faja o cinta azul celeste y blanco, símbolo patriótico oficializado por el primer gobierno nacional, que asoma de la leva del retratado, quien parece apuntar hacia ella orgullosamente con su mano izquierda que reposa a la misma altura. De este modo, Rodríguez quiso perennizar una adhesión explícita a la causa patriótica de su país de origen, gesto que quizá se hacía aún más necesario por ser hijo de un español peninsular, Sebastián Rodríguez de la Rosa, empresario panadero gaditano que estableció una concurrida tahona y otros negocios en la ciudad de Buenos Aires a partir de 1768. A diferencia de los grandes encargos oficiales, dedicados a exaltar las potestades de caudillos militares, dignidades eclesiásticas y altos funcionarios del Estado, los retratos de carácter civil que Gil de Castro realizó tienden a enfatizar su simplicidad formal mediante una depurada economía de recursos expresivos. Así pues, el severo énfasis lineal que define a sus modelos no debe atribuirse solo a una mecánica adopción de la preceptiva neoclásica, sino que buscaba connotar de este modo la austera moral cívica instaurada por los regímenes republicanos. Para ello el artista debió abandonar los suntuosos
atrezzi propios de la tradición cortesana de Lima, en la que se había formado a inicios del siglo XIX, a fin de adaptar su trabajo a los grandes cambios políticos y sociales acarreados por el ocaso del régimen colonial. En ese sentido es interesante comparar esta obra con las primeras comisiones civiles ejecutadas en Santiago de Chile hacia 1814 –por ejemplo, la efigie “burguesa” de
José Manuel de Lecaros Alcalde (colección particular, Santiago)– para constatar la notoria evolución experimentada por el género en un lapso de doce años. Como es usual en este tipo de obra, el personaje se recorta con nitidez sobre un fondo neutro, despojado de toda señal de autoridad o riqueza. Su estricta construcción y su emplazamiento dentro del lienzo anticipan en cierto modo el vigor sintético de algunas obras clave del período final, como el
Lorenzo del Valle y García (Museo del Banco Central de Reserva, Lima), ejecutado en 1835. Esa extrema severidad de trazo aparece subrayada por el blanco y negro del traje, que se funde con el gris verdoso del fondo en una virtual armonía monocromática, apenas interrumpida por las carnaciones del rostro y de la mano descubierta, pero sobre todo por el emblema nacional bicolor, que se erige así como uno de los puntos focales de la composición. A ello se suman la planimetría y la rigidez convencional de la pose que, al contraponerse con el minucioso virtuosismo naturalista de ciertos detalles, generan esa poderosa intensidad icónica típica de Gil de Castro. Es posible descubrir uno de aquellos alardes veristas en la postura de la mano derecha del retratado. Su dedo índice toca el extremo inferior de la tela, guiño gestual que sirve para señalar el límite del soporte y a la vez potenciar el sentido ilusionista de la representación. Pero quizá la mayor destreza del artista resida en el trabajo de las superficies y en las sensaciones táctiles resultantes de una compleja superposición de capas y veladuras. Logra así efectos como el sutilísimo contraste de matices y texturas de blanco que se entabla entre el cuello de la camisa, la corbata de plastrón y el chaleco.
Sobre la segunda, llama la atención un rico prendedor con dije colgante, cuya forma de “S” quizá aluda al nombre de su padre, fallecido cuando José Gerónimo tenía solo meses de nacido. Es probable que también hiciera referencia a una manda testamentaria de aquel, por la que al menos uno de sus quince hijos debería asumir el estado religioso y, eventualmente, ejercer la capellanía instituida por última voluntad de su primera esposa (3).
Aunque no se sabe si, de hecho, llegó a tocarle desempeñar esa función, tal vez esta haya sido la última imagen de Rodríguez en condición de ciudadano laico.
Todas estas claves simbólicas, junto con las demostraciones de auténtica “bravura” pictórica ofrecidas por José Gil de Castro, revelan no solo el refinado oficio propio de este último heredero de la escuela limeña virreinal, sino su perspicaz sintonía con relación a las coordenadas ideológicas de la independencia sudamericana, que lo llevaron a convertirse en el retratista más emblemático de su tiempo.
por Luis Eduardo Wuffarden
1— No deja de sorprender, sin embargo, la escasa atención que ha merecido esta obra dentro de la abundante literatura biográfica del artista. De hecho, solo fue dado a conocer en 1981 cuando Ricardo Mariátegui Oliva lo incluyó en su exhaustivo estudio sobre la obra de Gil de Castro conservada en Chile y Argentina. Véase: Mariátegui Oliva, 1981.
2— De acuerdo con los datos disponibles, no tuvo parentesco con el prócer de la Revolución de Mayo fray Cayetano Rodríguez, como señala erróneamente Mariátegui Oliva. Para la información biográfica sobre el gaditano Sebastián Rodríguez de la Rosa y su descendencia en la Argentina, véase la página
http://www.genealogiafamiliar. net/getperson.php?personID= I8423&tree=BVCZ, basada a su vez en el manuscrito inédito de Carlos Federico Ibarguren Aguirre, Los antepasados. A lo largo y más allá de la historia argentina, t. 11. Todos los datos familiares consignados aquí proceden de la misma fuente.
3— Esta se llamaba María Josefa Oreyro Sánchez Chaparro (1740-1785). Según el testamento de su viudo, Sebastián Rodríguez, de no haber ningún religioso entre los hijos de este primer matrimonio, el derecho de asumir la capellanía podía pasar a los descendientes de su segunda unión. Ibidem.
Bibliografía
1981. MARIÁTEGUI OLIVA, Ricardo, José Gil de Castro (“El mulato Gil”). Vida y obra del gran pintor peruano de los libertadores. Obras existentes en Argentina y Chile. Lima, edición del autor, 1981, p. 253-254, lám. LXXVIII.