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Cuarta entrega de MUSEO/CINE/ARTE: Animación, vida para la pintura

Del trazo del artista al movimiento sobre la pantalla

El Museo Nacional de Bellas Artes continúa presentando “MUSEO/CINE/ARTE”, una selección de películas y cortometrajes –que se pueden encontrar en diversas plataformas–, recomendados por Leonardo D’Espósito, curador de cine del Bellas Artes.

Luego de las primeras entregas por núcleos temáticos, con siete filmes cada una, esta semana la propuesta es “Animación, vida para la pintura”. Se trata de siete cortos animados de diferentes épocas relacionados con la plástica, que se pueden disfrutar siguiendo cada uno de los enlaces indicados.

Cuarto núcleo: Animación, vida para la pintura

Entre todas las posibilidades del cine, la que más se acerca a las artes plásticas es la animación. Por un equívoco que surgió a mitad del siglo pasado, cuando la televisión se llenó de cartoons clásicos americanos en los horarios “para chicos”, este modo (más que un género) quedó relegado (y estigmatizado) como algo infantil. Sin embargo, sus creadores nunca pensaron así. De hecho, los primeros cortos animados, realizados con picaresca francesa para gente mayor por Émile Reynaud entre 1888 y 1892, se adelantaron a los hermanos Lumière y a Edison. El cine, después de todo, es una serie de imágenes fijas que crean la ilusión del movimiento gracias a esa pequeña característica de nuestro cuerpo que llamamos persistencia retiniana. La diferencia entre el cine de acción en vivo y el animado consiste en cómo se generan esas imágenes fijas. En el primer caso –aunque hoy es discutible– a partir del registro de algo real que sucede frente a las cámaras; en el segundo, hay que crear desde cero cada fotograma. Dibujarlo o diseñarlo, e imaginar el movimiento tras descomponerlo mentalmente para luego plasmarlo. Es también el punto donde el arte cinematográfico más se acerca a las matemáticas y a la música, si es que se trata de cosas diferentes. Debe haber un cálculo preciso para que la ilusión sea perfecta. Aunque también hay cálculo cuando no lo es, porque los creadores quieren comunicar una impresión nueva al combinar imágenes que pasan ante nosotros a alta velocidad. La animación es el cine más plástico –en todo sentido– posible.

Esta selección incluye cortos que se relacionan específicamente con la plástica, en una especie de retroalimentación a veces satírica. Pintura y a veces escultura en movimiento, la animación es un puro sueño de la razón, de allí que a veces sea monstruoso.

Leonardo D’Espósito

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La joie de vivre

(Francia/Inglaterra, 1934)

Dirección: Hector Hoppin y Anthony Gross

A principios de los años treinta del siglo pasado, los Estados Unidos dominaban el campo del dibujo animado. Antes de 1920, los hermanos Max y Dave Fleischer habían incorporado el uso del acetato transparente (en su serie “Out of the Inkwell”, protagonizada por Koko el Payaso) como el de la rotoscopía, un procedimiento que permitía “calcar” a un actor en vivo y transformarlo en una caricatura. En 1928, Disney –y su animador principal, Ub Iwerks– incorporaron no solo el sonido especialmente diseñado para el film sino el plano en escorzo, los fondos esfumados y la alternancia dramática de primeros planos a planos generales, adaptando el lenguaje cinematográfico a un medio hasta entonces bidimensional como el dibujo animado con “Steamboat Willie”, el primer corto de Mickey Mouse. A partir de allí, quedó claro que la duración de una secuencia animada se componía del mismo modo que una partitura, y la animación se dedicó a explorar hasta el límite esa sociedad de música e imagen. “La joie de vivre” (La alegría de vivir) es un corto único. Dos chicas juegan a bailar en una estación eléctrica, en un campo con una cascada, entre trenes; parecen diseñadas por Tamara de Lempicka o un estilizado Aubre Breadsley, y las líneas simples recuerdan el art-déco y derivan en el surrealismo. Un joven trata de atraparlas, pero no importa demasiado: es el ballet, el estudio estilizado hasta la síntesis del cuerpo y sus posibilidades de movimiento, el juego del pincel para crear luces y sombras y, en ocasiones, extraordinarios efectos de profundidad. Anthony Gross continuó una larga carrera como ilustrador, muy influido –se nota en el corto, también– por la Bauhaus, y continuó con la idea del corto: el goce pagano de un mundo que se lanza directamente en la modernidad tecnológica. Cuando el cartoon era solo un agregado cómico a los programas de cine (aunque agregados muchas veces brillantes y magistrales), “La joie…” intentó otra cosa.

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Duck Amuck

(EE.UU., 1952)

Dirección: Chuck Jones

Antes de la Nouvelle Vague, los animadores de Warner Bros. decidieron romper con varios lugares comunes. Mientras Disney, sobre todo en los largometrajes, buscaba un realismo total que hiciera olvidar a los espectadores que estaban viendo el puro artificio del dibujo, Frank Tashlin, Tex Avery, Friz Freleng, Robert Clampett y Chuck Jones fueron por el camino contrario: mostrar el artificio y hacerlo estallar a pura velocidad –y literalmente– ante los ojos del espectador. Confiaban en su inteligencia y desdeñaron toda transparencia. El más dotado y uno de los maestros absolutos del medio fue Charles M. Jones, o solo Chuck Jones, quien además de un vasto intelectual devoto de Mark Twain y James Joyce, dejó de lado la recurrencia al plano general para jugar mucho con los primeros planos, la distancia, los escorzos extraños (es, en ese sentido y varios otros, el equivalente a Orson Welles en el dibujo animado clásico) para narrar la historia repetida de una persona alienada, alguien incapaz de ver sus propias taras o su lugar en el mundo. Entre una multitud de obras maestras (sus 24 cortos de “El Correcaminos”, creación suya; una buena cantidad de Bugs Bunny; los seis Pepé Le-Pew que le valieron su primer Oscar; varios cuentos irónicos como “One froggy evening” o “Cheese Chasers”, por mencionar la punta del iceberg) quizás su punto más alto de autoconciencia es “Duck Amuck”. Daffy Duck quiere protagonizar un cartoon, pero el dibujante le crea problemas, le cambia los escenarios, le apaga el sonido, lo dibuja y desdibuja de varias maneras, lo duplica, lo aplasta y lo golpea. Daffy siempre se siente –es constante en la obra de Jones– más humillado que dolorido, y sin embargo, como el show debe continuar, sigue adelante. El filme no solo tiene los bosquejos y fondos a veces mínimos y abstractos del gran Maurice Noble, o la banda de sonido del padre de la música para animación, Carl Stalling, sino una reflexión sobre el medio y su poder plástico. También, claro, muchísimas risas.

Ver corto en inglés

Ver corto en español

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Street Musique

(Canadá, 1972)

Dirección: Ryan Larkin

Formado en el National Filmboard of Canada, esa escuela de animación de vanguardia que fundó Norman McLaren, Larkin se convirtió rápidamente en un genio y un misterio. Muy influido por la psicodelia, realizó tres cortos que siguen asombrando por la seguridad del trazo, la precisión en la mirada del artista y la fuerza lisérgica de sus transformaciones. El más acabado de todos es este “Street Musique”, que comienza con tomas de acción en vivo de músicos callejeros y luego interpreta esas melodías con formas y colores que pasan de lo bucólico a lo pesadillezco a veces en el mismo plano. Por momentos, la atención al detalle es de una obsesión abrumadora; en otros, las transformaciones de personajes en otros personajes nos sumen en un vértigo que por poco no es terror. Sin embargo, incluso si no hay una estructura narrativa, un “cuento”, y las imágenes parecen surgir de un fluir de conciencia constante, aparece una forma coherente derivada de la música. Es la forma de una sinfonía con cinco movimientos bien claros, dos más lentos y tres más vivaces, que retoman una y otra vez ciertos temas en diferente ritmo, acompañados por imágenes que pasan del hiperrealismo a la abstracción pura, del paisaje que se transforma por el uso de los colores y los efectos lumínicos a pequeños personajes que realizan acciones que se convierten en otras acciones. Larkin realizó todo a mano, con tintas, lápices y acuarelas, y utilizó varias técnicas para crear toda clase de efectos. El resultado es lo más parecido a un auténtico trip lisérgico que ha dado el dibujo animado en toda su historia.

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Dimensions of dialogue

(República Checa, 1982)

Dirección: Jan Svankmajer

Poeta, escultor, pintor y cineasta, es difícil definir a Jan Svankmajer. Miembro del grupo surrealista de Praga, utilizó el cine como forma de protesta política aunque –salvo en su magistral corto de propaganda “La muerte del estalinismo en Bohemia”– nunca subrayó ese costado. Lo suyo pasa por tomar lo cotidiano y satirizarlo a través de la animación. La técnica que utiliza es la del stop–motion, es decir la animación de objetos y muñecos (en su caso, esculturas realizadas por él mismo con un grado de detalle apabullante). En ciertos momentos, además, apela al pixilation, que implica filmar a un actor y recortar fotogramas para que aparezca haciendo cosas totalmente fantásticas como permanecer en el aire. Su tema es no solo la alienación, sino la imposibilidad de comunicación entre los seres humanos en un mundo regido por leyes absurdas e inviolables. “Dimension…” es probablemente su obra maestra, realizada en tres movimientos. El primero utiliza objetos y el color y la forma recuerda mucho las pinturas frutales de Arcimboldo, de quien Svankmajer es admirador confeso, y refiere a una forma constante de competencia humana que culmina con una uniformidad absoluta a partir de la destrucción. El segundo es sobre el amor y la pareja, y está realizado con estatuas de arcilla animadas que parten del erotismo para culminar en la violencia de la incomprensión. El tercero combina ambos tipos de elementos y es el más explícito en cuanto al tema de la incomunicación, donde se sustituye el diálogo con palabras por objetos cotidianos que toman una dimensión fantástica y, también, destructiva.

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The old man and the sea

(Rusia, 1990)

Dirección: Alexander Petrov

Esta adaptación del relato célebre de Ernest Hemingway tiene dos motivos de asombro. El primero es evidente: está hecho con pinturas que se van modificando, a mano, cuadro a cuadro, con una destreza y precisión fuera de toda norma. Petrov es un maestro en el arte de pintar y animar pinturas, que no es lo mismo. La película ganó el Oscar al mejor corto animado en 1991 y recorrió con éxito todo festival dentro y fuera de la especialidad. Pero, como dijimos, eso es lo más evidente y alcanza para que nos quedemos mudos con la realización. El otro motivo es que la adaptación, de unos veinte minutos aproximadamente, es el tiempo justo que necesita el cuento. Quizá se recuerde el largometraje célebre de Fred Zinneman donde Santiago, el viejo pescador que gana y pierde ese pez enorme, es interpretado por Spencer Tracy. Ese filme, que se alarga por las exigencias del formato de largometraje y disuelve toda la carga dramática del cuento, es todo lo contrario de lo que hace Petrov: concentrarse en lo esencial. Y eso, cerrando el círculo, lo logra por ser un animador: es un arte tan difícil –y la técnica que usa Petrov es de una dificultad extrema en ese sentido– que requiere un trabajo muy preciso previo a la realización. Saber qué se va a contar o mostrar, y por qué. El resultado entonces no es solo un alarde de técnica y de belleza gráfica, sino también de fuerza narrativa. Es decir, más allá de ser un gran corto animado, una gran película de estilo clásico, sea del género que fuere.

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Destino

(EE.UU./Francia, 1946/2003)

Dirección: Dominique Monféry

En los años cuarenta, Salvador Dalí fue recibido por Hollywood. El pintor catalán no era alguien ajeno al cine: una de sus primeras obras notables fue la película que co-creó con Luis Buñuel, “Un perro andaluz”, joya surrealista aún influyente (vean, si no, el cine de David Lynch). En esos años americanos, y ya exitoso comercialmente, Dalí diseñó para Alfred Hitchcock la secuencia de sueño de “Cuéntame tu vida” (Spellbound, 1945) y se entrevistó con Walt Disney para un proyecto en común. Disney entonces, tras el enorme gasto que implicó “Bambi” y el desgaste de la Segunda Guerra Mundial, producía largos integrados por momentos musicales –volvería al largo narrativo recién en 1950 con “La Cenicienta”–, y le ofreció a Dalí que creara uno de esos momentos para la que sería la tercera entrega de “Fantasía”. “Fantasía”, de paso, iba a ser una especie de proyecto mutante: cada año se le agregaría un fragmento nuevo y se le quitaría uno ya conocido. Dalí eligió para ello el bolero “Destino”, de Armando Domínguez interpretada por Dora Luz, pensó el cuento con Disney y realizó los bocetos, y el gran animador John Hench llegó a realizar un boceto animado de 18 segundos. Pero las dificultades económicas de Disney en aquellos años disiparon el asunto. Hasta que fue retomado a principios de este siglo y, basado en todo el material que la firma había guardado (Disney es pionera en conservar hasta el último borrador de cada producción realizada o no), se le encargó la producción al realizador francés Dominique Monféry. Fue complejo reconstruir los trabajos de Hench y Dalí, pero lo que se ve es lo que, casi con seguridad, soñó el hombre de Figueres. El resultado es un Dalí animado con personajes que inmediatamente se identifican con Disney: ojos grandes, líneas poco visibles, movimientos gráciles y detallados al extremo. El corto es, de hecho, lo mejor de dos mundos.

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Love & Theft

(Alemania, 2010)

Dirección: Andreas Hykade

Uno de los mejores y más innovadores estudios de animación de los últimos treinta años es el FilmBilder alemán. Su acercamiento al medio es novedoso: combina la animación de autor con encargos comerciales que toma con la salvedad de conservar las ideas de los creadores. Busca, además, nuevos caminos en un medio que, incluso si es infinitamente plástico, suele caer en lugares comunes. Mucha de la animación de FilmBilder está marcada por el surrealismo y por el diseño gráfico, y tiende al humor absurdo e irónico. Una de las mejores pruebas de este estilo “de la casa”, que en realidad consiste en dejar volar la imaginación de cada autor, es “Love & Theft”. Al ritmo de música sintética que pasa del pop electrónico al metal ruidoso o los climas new age, Andreas Hykade produce una sátira a partir de algo propio de la animación: transformar una imagen en otra y permitirnos ver el proceso. Un pequeño óvalo va a convertirse en unos cuantos personajes icónicos de la cultura popular (de Snoopy y Hello, Kitty a Spider-Man) para que por ahí se cuelen imágenes fugazmente obscenas o un perfil de Hitler que apunta a la prepotencia de la sociedad de consumo. Pero como Hykade es un artista y no un creador de panfletos, eso estalla en mil formas, mil colores, diferentes climas siempre pintados con colores puros. La cultura masiva, la política y el consumo transformado en puros logotipos inestables que tienden a estallar, mientras el ritmo musical no se detiene.

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