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Segunda entrega de MUSEO/CINE/ARTE: verdaderas obras sobre obras falsas

Una selección de películas que abordan la falsificación de arte como tema y recurso

El Museo Nacional de Bellas Artes presenta durante todo el mes de abril “MUSEO/CINE/ARTE”. Se trata de una selección de películas, que se pueden encontrar en diversas plataformas, recomendadas por Leonardo D’Espósito, curador de cine del Bellas Artes. Cada semana del mes, se proponen siete filmes organizados en núcleos temáticos: el primero fue “Las películas van al museo”, y la propuesta ahora es “Verdaderas obras sobre obras falsas”, con la falsificación de arte como tema y recurso. Los próximos núcleos serán “Plásticos en movimiento” y “Animación: vida para la pintura”.

Ver Primer núcleo

Segundo núcleo: Verdaderas obras sobre obras falsas

Quizás no haya título que defina mejor al cine que “Imitación de la vida”, clásico melodrama que tuvo dos versiones (la de John Stahl en 1934 y la célebre de Douglas Sirk en 1959). El cine imita a la vida pero no es la realidad, sino una falsificación consciente donde lo irreal tiene como fin provocar una emoción y comunicar una idea a través de ella. Es muy probable que los falsificadores de arte, tanto aquellos que se dedican a copiar cuadros famosos como los otros, más dotados, que “inventan” nuevas obras a artistas ya desaparecidos (y siempre muy valiosos, claro), entiendan esta misma verdad.

Nadie puede negar que en la historia de la falsificación plástica existe el objetivo de ganar dinero. Pero tampoco que un criminal que solo desee llenarse de billetes puede recurrir a formas menos sofisticadas y más expeditivas con el uso de un arma de fuego, después de todo una herramienta mucho menos compleja que el pincel. El falsificador es, también, un artista que juega el juego de quebrar el sistema siendo parte de él y, en última instancia, apoyándose en sus propios gustos: es imposible copiar aquello que odiamos. Personajes como Beltracchi o Ribes tienen que admirar a Max Ernst o Pablo Picasso para dedicarse a copiarlos. Es cierto: sería mucho más difícil hacer dinero con la propia firma, pero eso no quita que sea totalmente imprescindible el talento, más allá de la pericia técnica.

En esta selección, optamos por combinar la ficción con el documental y abordar el problema desde diferentes puntos de vista. Por cierto, “F for Fake”, de Welles, en la perfecta línea divisoria entre el documental y la ficción (es decir, una falsificación del cine en sí mismo), puede servir de introducción ideal a estas imitaciones de la vida en espejo luminoso.

Leonardo D’Espósito

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F for Fake

Francia/Estados Unidos, 1973

Dirección: Orson Welles

Cuando se menciona el nombre de Orson Welles, el cinéfilo inmediatamente piensa en “El ciudadano”, esa película que dio vuelta como un guante el cine de su época y todo el cine. Sin embargo, más allá de la excelencia de ese filme y de otros como “Soberbia” o “Sed de mal”, probablemente su película más amable y sincera haya sido la última que logró terminar y estrenar, el documental “F for Fake” (o casi documental, en realidad). Welles narra la historia de un par de tremendos falsificadores, pero al mismo tiempo habla de sí mismo, como siempre.

Welles era, entre otras muchas cosas que fue (y muchas más que dijo ser, pero nadie pudo comprobar, como torero en España en su juventud), un mago profesional, un prestidigitador, y un contador de historias. Pues bien, descubre que la falsificación es una excelente fuente de buenos cuentos, y no solo cuenta dos “reales” sobre falsificadores de arte existentes, sino que mezcla por allí otras historias tan imposibles como, dada la locura del arte, probables. Y juega con lo falso y la impostura a maravillarnos (como al niño en la primera secuencia) porque tal es, después de todo, la tarea del artista. Luminoso, casi parodiando su propio estilo ampuloso (y a sí mismo), Welles nos ofrece la pura ética del artista como entertainer: utilizar la falsedad, la copia y el engaño para descubrirnos la verdad del mundo. Después de todo, “F for fake” es también un falso documental.

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Crack-Up

Estados Unidos, 1946

Dirección: Irving Reiss

El film noir, ese género de nombre francés y tradición puramente americana, es la herramienta que encontró el cine para mostrarnos el submundo larval y criminal que sostiene a la sociedad moderna. Es decir, el noir nos muestra cuán falsa es la normalidad que vivimos, cómo en muchos casos se sostiene sobre el crimen. “Crack-Up” es una digna representante de la Clase B: película con buenos actores pero no estrellas (Herbert Marshall, Pat O’Brien, Claire Trevor), rodada con un gran cuidado en la fotografía oscura y con el ritmo de un thriller donde un crítico de arte se ve envuelto en una trama macabra –y bastante enrevesada, que incluye una improbable forma de manipular recuerdos o crear una falsa memoria– que esconde el robo de obras de arte sustituidas por sus copias. Pero en el medio de esta serie de persecuciones, falsos culpables e incendios aparecen joyitas como una discusión respecto de la validez de las vanguardias estéticas –es casi conmovedora la condena al surrealismo y al arte no figurativo en general– y sobre el rol del crítico y del curador como aprovechadores de la belleza. Quizás sea menos efectivo como thriller –aunque las actuaciones son de una enorme precisión– que como documento sobre el pensamiento popular respecto de la pintura en cierto momento del siglo XX: atesorar una tradición por vía de la falsificación y el robo resultaban más importantes que acompañar la novedad estética.

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Schtonk!

Alemania, 1992

Dirección: Helmut Dietl

La comedia es el arte de lo falso ostensible. Nos reímos de desgracias varias porque la obra nos hace saber, de modo contundente, que lo que narra es falso. Pero cuando hay verdadero arte, la comedia nos mantiene en la doble perspectiva de creer y no creer al mismo tiempo en lo que vemos. “Schtonk!” es una comedia y es increíble y creíble, dado que se apoya sobre un caso real. Hay un falsificador de arte que se cruza con un periodista ávido de una gran noticia; de la pintura pasa a la escritura y comienza a venderle a este hombre un material único, los diarios de Hitler que escribe él mismo. El problema nuclear de esta película amable consiste no tanto en la falsificación como tal, sino en la credibilidad y la credulidad, y de paso en una sátira larvada de ese exceso criminal de la estupidez que llamamos nazismo (basta leer “La dictadura nazi”, de Ian Kershaw, para entender el uso del término “estupidez”). Lo falso cobra credibilidad cuando hay quien está dispuesto, a veces con desesperación, a ofrecer su credulidad. Por supuesto que toda la empresa está condenada finalmente al desastre. Pero en el camino se nos plantean interesantes cuestiones respecto de la verdad histórica, del lugar común respecto de lo que pensamos sobre ciertos acontecimientos, de la ceguera que nos impone una falsificación lograda, aunque ese logro se nutra en parte de nuestra necesidad de creer. En ese último punto, también, “Schtonk!” es una película política.

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Beltracchi. The Art of Forgery

Alemania, 2014

Dirección: Arne Birkenstock

Había una vez un señor llamado Wolfgang Beltracchi. En realidad todavía hay un señor llamado Wolfgang Beltracchi, que al principio se llamaba Wolfgang Fischer y adoptó el apellido de su bella esposa Hélène Beltracchi. Es decir, empezó convirtiéndose en una copia de sí mismo. Después de una más o menos alocada juventud en los sesenta, descubrió su talento para pintar como otros. Para que el lector no pierda las ganas de ver este documental donde Beltracchi habla de su propia vida y carrera, digamos que, con ayuda de su mujer y un par de cómplices, falsificó y vendió cientos de obras de arte que atribuía a artistas como Max Ernst, Fernand Léger y algunos otros. Admitió en el juicio al que las circunstancias lo llevaron la falsificación de catorce obras y fue sentenciado a seis años. Pero dice haber hecho muchas, muchísimas más. Y que el mercado y la demanda eran tan grandes que bien podría haber hecho miles. El escándalo fue divertidísimo (de hecho, Beltracchi y su mujer cumplieron su sentencia en cárceles abiertas; solo dormían en prisión después de ir a trabajar) e hicieron mucho (más) dinero contando su historia; al mismo tiempo, Beltracchi empezó a pintar con su propio nombre. El problema básico consiste en la cantidad de críticos que certificaban la autenticidad de las obras, lo que pone en mucho problemas la aparente cientificidad del asunto o la expertisse de los profesionales. Lo que Beltracchi (la película) pone en cuestión es el estatuto del arte en sí y, sobre todo, la impostura del negocio que lo rodea.

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There are no fakes

Canadá, 2019

Dirección: Jamie Kastner

Cuando el músico canadiense Kevin Hearn descubre que un cuadro de Narval Morrisseau –pintor indígena de ese país, fallecido en 2007– puede ser falso, comienza un proceso legal que lleva al descubrimiento de una gigantesca trama de falsificación en la que, además, aparece la explotación infantil de niños nativos como fuerza de trabajo y la complicidad de algunos de los familiares del artista. Si bien el caso aún sigue –nadie pudo probar fehacientemente que el cuadro de Hearn no haya sido realizado por Morrisseau– el asunto es más profundo por muchas razones. La película establece en principio un paisaje social muy poco alentador sobre las poblaciones nativas en Canadá; también, la inescrupulosidad de ciertos sectores del mercado de la plástica y cómo su lógica mercantil lleva a los mismos extremos en los que puede caer la fabricación de cualquier otra mercancía (el espectador no puede no pensar en celulares o zapatillas falsificadas realizadas merced al trabajo esclavo, por ejemplo). Lateralmente, es también un paisaje sobre las enormes diferencias entre ricos y pobres, entre el gasto suntuario y la supervivencia. La ironía de que en el mercado circulen diez veces más obras “de Morriseau” que las que realmente pintó es una muestra, también, de una paradoja inmensa: el afán de lucro multiplicando lo irrepetible.

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Un vrai faussaire

Francia, 2016

Dirección: Jean-Luc Léon

Guy Ribes puede ser declarado el mayor falsificador vivo. Con un talento extraordinario, Ribes ha pintado obras de Picasso, de Matisse, de Marc Chagall. No copió ninguna: simplemente puede –su talento es entonces extraordinario– crear un “original” de cualquiera de estos artistas. Hace algunos años fue condenado a tres años de prisión por ejercer su profesión, se le secuestraron varias telas, y cumplió un año en la cárcel. Por supuesto, no ha dejado de pintar y lo hace –en este documental, frente a la cámara, a medida que se desarrolla el film– como siempre, a la manera de sus maestros. También cuenta sus trucos, lo que lo convierte en uno de los más grandes críticos y eruditos en la plástica del siglo XX. Y tanto él como quienes lo conocieron y juzgaron cuentan el cuento de una vida que parece sacada de una novela. El realizador Jean-Luc Léon encuadra –la palabra se utiliza en toda su acepción– lo que sucede con el mismo cuidado con el que Ribes ataca la tela. Lo que vemos parece ordinario pero no lo es. Y se dibuja en filigrana la idea de que ejercer un arte y un estilo, así se trate de uno prestado (o directamente robado) no deja de ser parte de un juego, de la voluntad lúdica de una persona. Es decir, de un arte en sí mismo.

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The Hot Touch

Canadá/EE.UU, 1981

Dirección: Roger Vadim

Este filme es una auténtica rareza por varias razones. Es una de las películas que Roger Vadim, el maestro del erotismo que descubrió a Brigitte Bardot y transformó en símbolo erótico a Jane Fonda (y se casó con ambas, claro que no al mismo tiempo) rodó en América del Norte. En su elenco no hay grandes estrellas, aunque sí dos figuras muy conocidas de la televisión, Wayne Rogers (protagonista de la serie “M.A.S.H.”) y Patrick McNee (John Steed en ese gran experimento pop británico que fue “Los Vengadores”), más Samantha Eggar y Marie-France Pisier. El cuento es el de un falsificador de arte y un crítico que valida los cuadros mentirosos como auténticos, que mantienen viento en popa su empresa criminal hasta que alguien los chantajea y los obliga a crear ciertas obras desaparecidas durante la Segunda Guerra Mundial. Vadim, un realizador elegante, filma realmente como si pintara, recorriendo a los personajes –sobre todo los femeninos– con la cámara y componiendo fotogramas atractivos, y da la impresión de que está más interesado por la forma que por el cuento en sí, que pasa de lo ligero a lo muy oscuro (un poco como en su obra antinazi “El vicio y la virtud”). La combinación de comedia liviana, film noir y melodrama es menos importante que las copias de cuadros desaparecidos: ¿cómo recuperar lo que la tragedia se llevó? Ese tema, expresado lateralmente, sigue latiendo en el espectador tras el final de la película.

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