Comentario sobre San Francisco en éxtasis
San Francisco en éxtasis ingresó al Museo Nacional de Bellas Artes atribuida al Greco. Esta pintura fue donada por Antonio Santamarina, quien la había comprado al pintor vasco Ignacio de Zuloaga.[1] En la actualidad, se la considera una tela realizada por uno de sus seguidores.
El pintor cretense representó al santo de Asís en numerosas ocasiones y en diversas actitudes: de cuerpo entero, de pie o arrodillado, de medio cuerpo, solo o acompañado por el hermano León, composiciones de las cuales existen numerosas versiones. El tema de la estigmatización, donde la imagen de Cristo crucificado aparece como un serafín del que emanan rayos de luz, fue utilizado por el Giotto en el siglo XIII. Posteriormente, este tipo de representación fue abandonado.[2] El Greco rescató este episodio de la vida de San Francisco, redujo las dimensiones del crucifijo y, así, resaltó su función de iluminar toda la escena.
El tema de esta obra aparece por primera vez en la producción del Greco hacia 1577-1580. En las primeras versiones, el santo cruza las manos sobre el pecho, o bien lo presenta con los brazos extendidos y frente a una calavera. En el desarrollo de esta temática, el autor se concentró en los atributos de la imagen que rodean la historia sagrada del santo y minimizó los recursos formales, con el objetivo de obtener una mayor eficacia simbólica. En este sentido, la reducción de la paleta cromática simplifica la imagen, llevándola casi a la monocromía.
El especialista Harold Wethey [3] catalogó seis pinturas, que considera variantes de los modelos originales –ejecutadas por discípulos, seguidores o copistas–, producidas en los años posteriores a la muerte del Greco; la perteneciente al patrimonio del Museo Nacional de Bellas Artes es consignada por este autor como una copia del siglo XVII. Las obras del cretense que representan a San Francisco tuvieron una gran aceptación y demanda por parte de monasterios e iglesias. Esto fijó una imagen del santo casi en un estereotipo que se repetía con mínimas variantes.
La idea de copia de un original es tratada por Walter Benjamin, quien analiza la articulación de estos dos polos de la imagen (original-copia) y su relación directa con el concepto de autenticidad cuando señala:
Incluso en la más perfecta de las reproducciones una cosa queda fuera de ella: el aquí y ahora de la obra de arte, su existencia única en el lugar donde se encuentra. La historia a la que una obra de arte ha estado sometida a lo largo de su permanencia es algo que atañe exclusivamente a esta, su existencia única. Dentro de esta historia se encuentran lo mismo las transformaciones que ha sufrido en su estructura física a lo largo del tiempo que las cambiantes condiciones de propiedad en las que haya podido estar. La huella de las primeras solo puede ser reconocida después de un análisis químico o físico, al que una reproducción no puede ser sometida; la huella de las segundas es el objeto de una tradición cuya reconstrucción debe partir del lugar en que se encuentra el original. El concepto de la autenticidad del original está constituido por su aquí y ahora; sobre estos descansa a su vez la idea de una tradición que habría conducido a ese objeto como idéntico a sí mismo hasta el día de hoy
. [4]
En este sentido, la copia desplaza al original del alcance del espectador, y su ausencia pone en crisis el carácter de testimonio histórico. La pérdida de la unicidad de la obra es importante para el especialista o el coleccionista que tienen los recursos para distinguir el original de la copia. En el caso de
San Francisco en éxtasis, probablemente la pieza fue realizada para ser contemplada por los creyentes o religiosos, cuyas preocupaciones pasaban más por la imagen en sí y no tanto por la autenticidad material de la obra.
La distancia que se establece con un original que sirvió de inspiración genera un cierto malestar en, por ejemplo, el coleccionista, cuestión que Benjamin expone así:
El concepto de autenticidad no ceja nunca en su tendencia a rebasar al de la adjudicación de autenticidad. Esto se muestra de la manera más clara en el coleccionista, que retiene siempre algo de servidor del fetiche y que, al ser propietario de la obra de arte, participa de la fuerza ceremonial de la misma.[5]
Esto nos indica dos miradas diferenciadas sobre una misma imagen, y ambas de culto. Por un lado, la imagen religiosa de un santo con todos los atributos necesarios para la adoración de los fieles, y, por otro, la del especialista que centra su atención en la autenticidad y, por lo tanto, en el autor. Estas dos formas de relacionarse con la imagen fueron analizadas por Edmund Husserl,[6] uno de los fundadores de la fenomenología filosófica. Husserl planteó el acceso a las imágenes como un conflicto que se articula en tres instancias: el soporte material o soporte físico; en segundo lugar, la imagen en sí, como apariencia, y, por último, el objeto o idea representada, que se enlaza con la imagen a través de la analogía o la alegoría. De este análisis podemos deducir que los dos tipos de espectadores nombrados anteriormente, si bien perciben la imagen como una totalidad, harían foco en distintas instancias de la imagen. El creyente se concentraría en lo representado, su interés pasaría por reconocer en esa imagen al santo con el mayor detalle posible y con los atributos que lo identifican de forma inequívoca como San Francisco. Sus dimensiones materiales o estilísticas –que vinculan esa imagen con un autor y un estilo– no serían sus prioridades. En cambio, el especialista fija su interés en todas las dimensiones de la imagen, pero su preocupación se centra en los datos materiales e iconográficos que le confirman o no la autenticidad de la obra.
La repetición de las imágenes que habilitó El Greco en su taller, a través de sus discípulos y seguidores, puede estar asociada también con las primeras obras del artista, si tenemos en cuenta que en sus inicios fue pintor de íconos. Dentro de las diferentes formas en las que se relaciona la imagen con el objeto de su representación, la icónica es la más directa. En ella se establece un vínculo de semejanza con lo representado, hay una correspondencia inmediata entre lo que vemos en ella y el modelo de referencia. En las pinturas de íconos bizantinos, el objeto que se representaba era el mismo ícono, y es aquí donde la repetición desempeña un papel importante. Ya no es un modelo sacado del mundo tangible, sino una imagen que se copia de otra, y se le da a este hecho una dimensión mística. En la pintura bizantina y en la cristiandad oriental, la representación pictórica era considerada una materialización de origen divino, una imagen de culto que se plasmaba en una superficie sin la intervención de la mano del hombre. A estas imágenes se las denomina
aquiropoietas, o sea, que surgieron milagrosamente.
Volviendo a la vinculación de la reproducción icónica y el cuadro
San Francisco en éxtasis, la idea de la repetición y su potencial como imagen devocional-fetiche para el culto cristiano eran bien conocidos por El Greco. Para cubrir la demanda de este tipo piezas, el artista organizó un taller donde ayudantes y aprendices copiaban los motivos originales, con alguna variante supervisada por el maestro.
Lo icónico, en estas obras, cumplía con la función de hacerlas fácilmente reconocibles y de ofrecer una lectura unívoca al espectador creyente. Asociados a esta relación con lo icónico, podemos sumar a la lectura clara de la imagen del santo los atributos que lo rodean, elementos que se reconocen en la representación de San Francisco y que lo distinguen de cualquier otro mártir de la cristiandad. Se puede ver el hábito característico de la orden fundada por el santo, pero lo que resalta en la composición, por sus contenidos místicos, son los estigmas y la actitud de este, quien, al observar la aparición de Cristo crucificado, experimenta un estado emocional llamado éxtasis.
Este término no solo vincula al autor con un conocimiento de la iconográfica cristiana, sino que también lo relaciona con el pensamiento neoplatónico,[7] ya que “éxtasis” significa salir de sí mismo y permanecer fuera de sí. Fue introducido por Tertuliano en el vocabulario cristiano. Plotino y los neoplatónicos consideraban el éxtasis como la finalidad de la filosofía. Se llegaba a este estado a través de un entrenamiento ascético y una purificación rigurosa que permitía un contacto directo con la divinidad. Su principal objetivo era alcanzar el estadio del mundo suprarracional, de tal manera que, en esta ascensión progresiva del alma, el pensamiento racional representaba el anillo que arrastraba y sujetaba a la persona con esa experiencia denominada “éxtasis”. Algunos pensadores cuyos textos eran bien conocidos por El Greco, como Francesco Patrizi –quien conectaba las ideas aristotélicas con el neoplatonismo–, entendían la belleza como reflejo del Creador, el tema de la luz cegadora, que es el elemento mediador entre el mundo físico y el metafísico. En esta cosmovisión, se considera a Dios como la fuente primigenia de toda luz. Según esta simbología, los ángeles son los portadores de luz, los seres que median entre el mundo sensible y el suprasensible. Este conjunto de signos que completan todo un código de interpretación de lo divino nos acerca perentoriamente a la personalidad del Greco. La transverberación, palabra que designa aquello que conocemos como éxtasis místico, proviene del latín; significa traspasar y ubica esta experiencia dentro de la religiosidad católica. Ha sido descripta como un fenómeno por el cual la persona que logra una unión íntima con Dios siente traspasado el cuerpo por un fuego sobrenatural. En
San Francisco en éxtasis, la presencia divina, encarnada en el crucifijo, ilumina toda la escena; es el elemento que penetra y descorre la oscuridad que rodea al santo. La luz baña su mano derecha sobre el pecho y muestra los estigmas en su dorso; el anguloso rostro exhibe el gesto de la transverberación. La fuente lumínica proviene del lugar donde se manifiesta la visión. Un fuerte contraste entre las luces y las sombras hace emerger la figura del santo desde las penumbras que rodean su visión. Todo el clima de la composición se concentra en esos dos sectores que la luz sustrae de las sombras. Es el hombre y su intensa conexión con lo sagrado en una unión mística con Cristo.
Otros autores hicieron foco en esta simbología cristiana vinculando el éxtasis con diversas problemáticas. Georges Bataille [8] sostiene que los religiosos, al no poder, por lo general, determinar exactamente ese punto en el que todo sale a la luz, parten de nociones confusas de la sexualidad y de lo sagrado, y, al reprimir voluntariamente la sexualidad, se crea un estado de cosas sin duda extraño; este sacrificio es en pos de mantener una vida espiritual. Por su parte, Jacques Lacan,[9] refiriéndose a la obra de Gian Lorenzo Bernini
El éxtasis de Santa Teresa, relaciona el éxtasis con el goce femenino y su misterio: “Ese goce que se siente y del que nada se sabe, ¿no es acaso lo que nos encamina hacia la ex-sistencia? ¿Y por qué no interpretar una faz del Otro, la faz de Dios, como lo que tiene de soporte al goce femenino?”
. Aldous Huxley[10] adopta un punto de vista distinto y marca como error reducir el éxtasis a un fenómeno siempre patológico, en especial, los que experimentan los santos y los místicos. El autor asocia este estado a la “psiconáutica”, que es la experiencia extática químicamente inducida. Es la búsqueda de un conocimiento empíricamente fundado sobre las diferentes dimensiones de la conciencia y de la realidad.
Todos estos elementos configuran una de las múltiples lecturas que se pueden hacer sobre
San Francisco en éxtasis. Nos confirman, también, que sus posibilidades polisémicas son inagotables; si bien es una obra histórica, los atributos de esta imagen y sus posibilidades de interpretación trascienden su ubicación en el tiempo y permiten cruzar la construcción de una imagen religiosa con una multiplicidad de temas que subyacen en la trama de su significación. Lecturas en las que –si bien son provisorias– radica el potencial de la obra; no aspiran a una verdad definitiva sobre su origen o su sentido. Esta pintura posee un contenido insondable, un espacio vacío para que nuevas miradas la habiten y traten de descifrar el misterio que rodea al Greco y a su
San Francisco en éxtasis, quien sufre-goza una de las experiencias místicas más desconcertantes.
por Pablo De Monte
[1] Véase Paola Melgarejo, “El Greco y Luis de Morales en las colecciones de Ignacio Zuloaga y Antonio Santamarina”, en el catálogo de la exposición El Greco y la pintura de lo imposible. 400 años después, Buenos Aires, Museo Nacional de Bellas Artes, 2014.
[2] María Cristina Serventi, Pintura española (siglos XVI al XVIII) en el Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires, Asociación de Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes, 2003, p. 71.
[3] Harold E. Wethey, El Greco and His School, Princeton, Princeton University Press, 1962, nº X-285.
[4] Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Editorial Itaca, México D. F., 2003, p. 42.
[5] Ibíd., p. 50.
[6] Edmund Husserl, Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, Fondo de Cultura Económica, México D. F., 1962.
[7] Recientemente se descubrió lo que fue la biblioteca personal del Greco, donde se encontraron numerosos textos de Aristóteles, Francesco Patrizi y otros autores vinculados con estas ideas, vigentes en su época.
[8] Georges Bataille, El erotismo, Barcelona, Tusquets editores, 1997.
[9] Jacques Lacan, Aun, El Seminario 20, Buenos Aires, Paidós, 2008, p. 93.
[10] Aldous Huxley, Robert G. Wasson y Robert Graves, La experiencia del éxtasis, Barcelona, La Liebre de Marzo, 2003.