Comentario sobre San Francisco en meditación
En la iconografía de San Francisco de Asís, iniciada poco después de su muerte en 1226, existió desde temprano la tendencia a representarlo como un hombre delgado, con pómulos acusados y mejillas hundidas, pero fue sobre todo después del Concilio de Trento cuando predominó la imagen del santo como un asceta magro y descarnado (1). Al mismo tiempo, las escenas narrativas dieron paso a las de éxtasis y de visiones, y se difundieron representaciones que lo muestran meditando en la soledad de una cueva. Se prefirió además vestirlo con el hábito capuchino (2) tal vez porque la orden franciscana reformada, fundada en 1525, se caracterizaba por una observancia más estricta y reflejaba más estrechamente el espíritu de penitencia que favoreció el Concilio.
Dentro de la abundante producción zurbaranesca dedicada al santo de Asís, esta obra representa una formulación temprana de un tipo iconográfico, San Francisco meditando con una calavera, que el pintor extremeño retomó en sucesivas ocasiones a lo largo de su vida. Tanto Martín Soria (3) como María Luisa Caturla (4) relacionan el tratamiento dado al tema por Zurbarán con su interés por la obra de El Greco, a quien se debe la primera plasmación del mismo en
San Francisco y fray León meditando sobre la muerte (5), que Zurbarán pudo conocer en Sevilla, directamente o a través de grabados (6). En la obra del Museo se observa una mayor dependencia respecto del modelo establecido por El Greco que en obras posteriores, pues los componentes derivados del pintor cretense se vuelven cada vez menos notorios en las versiones sucesivas (7).
Constituye un claro exponente de la vertiente más característica de la pintura de Zurbarán: la representación de monjes y santos en composiciones severas, con formas monumentales. La figura aislada del santo arrodillado ocupa casi todo el alto de la tela y se destaca ante el fondo oscuro por la luz que cae sobre ella. Viste el hábito capuchino de tela tosca, ceñido con el grueso cordón con triple nudo alusivo a los votos franciscanos de pobreza, obediencia y castidad. La inclinación del cuerpo y las sombras creadas sobre el rostro por el capuchón aumentan el efecto de concentración en la calavera, de rotunda volumetría. Su presencia, reforzada por su ubicación y por la luz que produce brillos en el hueso frontal, recuerda la brevedad de la vida y la inminencia de la muerte, tema predilecto de reflexión para la devoción barroca. Con un objetivo semejante aparece el libro, apoyado a medias sobre las rocas, casi basculando hacia nuestro espacio. La actitud del santo, su aislamiento en la cueva, las penumbras que lo rodean, su rostro semioculto y los objetos que lo acompañan materializan el acto de meditación ante los ojos del devoto, incitándolo a esta práctica impulsada por la religiosidad contrarreformista. La austeridad del planteo se acompaña por una paleta restringida, en la que dominan los ocres para la figura, la calavera y el libro, en contraste con los tonos grises y verdosos del fondo y las rocas.
El tratamiento de la luz, el interés por la cuidadosa representación de los objetos, la explotación de los primeros planos, constituyen recursos que podrían provenir de planteos propios del italiano Caravaggio (1571-1610), difundidos por sus seguidores. Justifican las palabras de Antonio Palomino, para quien Zurbarán fue “[…] tan aficionado [a Caravaggio] que quien viere sus obras, no sabiendo cuyas son, no dudará en atribuirlas al Caravaggio” (8). El tratamiento de la calavera y del libro recuerda uno de los rasgos distintivos en su obra –la cuidadosa representación de los objetos– que se evidencia en sus bodegones, tal vez los más exquisitos de la pintura española del siglo XVII.
Entre los integrantes de la llamada “generación de los grandes maestros”, es decir, los pintores nacidos hacia 1590 y 1610, Zurbarán fue un seguidor personalísimo de la línea naturalistacaravaggista que dominó en la pintura española de la primera mitad del siglo XVII. El cuadro del Museo se ubica dentro de esa corriente que define su obra hasta los inicios de la década de 1640. Por la fecha de realización, debió ser pintado en Sevilla, donde había sido invitado a instalarse en 1629 en reconocimiento de la maestría demostrada en los conjuntos que pintó para el convento franciscano de San Pablo el Real y para el de la Merced Calzada. En los años iniciales de su estadía sevillana, además de pintar para conventos y colegios, pintó cuadros de tamaño reducido, para capillas u oratorios particulares. Teniendo en cuenta las dimensiones, relativamente modestas, de este ejemplar, así como sus características formales e iconográficas, podría postularse como hipótesis que corresponde a este tipo de encargos privados. Fue realizado en un período en el que Zurbarán se encontraba en plena posesión de sus medios expresivos, como lo demuestran las grandes telas ejecutadas para los jesuitas,
Visión del beato Alonso Rodríguez (Real Academia de San Fernando, Madrid) y para el colegio dominicano de Santo Tomás,
Apoteosis de Santo Tomás de Aquino (Museo de Bellas Artes, Sevilla). En 1634 fue convocado para intervenir en la decoración del Salón de los Reinos en el nuevo palacio de Felipe IV, el Buen Retiro, y conoció de modo directo los modelos italianos napolitanos y boloñeses. A partir de entonces, y de manera más acusada durante la década de 1640, temperó su tenebrismo y evolucionó hacia una pintura más delicada y colorista, siguiendo las nuevas tendencias que surgieron en la pintura española hacia mediados del siglo XVII, en consonancia con cambios en la sensibilidad religiosa, que se alejó de la severidad contrarreformista hacia una devoción de mayor compromiso emocional.
por María Cristina Serventi
1— El Greco dio una clara formulación a esta imagen del santo, como puede verse en San Francisco en éxtasis (inv. 8541, óleo sobre tela, 105,5 x 84 cm), de la colección del Museo, obra de un seguidor del siglo XVII derivada de uno de los tipos creados por el pintor cretense a fines del siglo XVI.
2— Se distingue del franciscano por la mayor sencillez, con la capucha apuntada pero sin esclavina. Así aconsejó representarlo Francisco Pacheco en su tratado. Francisco Pacheco, Arte de la pintura. Madrid, Cátedra, 1990, p. 698.
3— Martín Soria, 1953, p. 147.
4— María Luisa Caturla, 1994, p. 81-83.
5— Monforte de Lemos, Fundación Casa de Alba, ca. 1580-1586, 155 x 100 cm.
6— La versión que El Greco pintó hacia 1600-1606 de San Francisco y el hermano León meditando sobre la muerte (óleo sobre tela, 168 x 103 cm, National Gallery of Canada, Ottawa) fue grabada en 1606 por Diego de Astor.
7— Zurbarán reelaboró el tema en 1639 en San Francisco en meditación (óleo sobre tela, 152 x 99 cm, National Gallery, Londres, inv. 230) del cual se conserva en el Museo una copia que consideramos realizada en el siglo XIX (inv. 2037, óleo sobre tela, 81,5 x 57 cm).
8— Antonio Palomino, Vidas. Edición de Nina Ayala Mallory, Madrid, Alianza, 1986, p. 198.
Bibliografía
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